Las ciudades, sobre todo las más grandes, tienen un encanto caótico que nos atrapa. La oferta de ocio y cultural es amplia (en algunas más que en otras) y para mantener el ritmo de vida que nos ofrecen aprendemos a vivir con prisa. Los desplazamientos, los horarios de trabajo, los compromisos sociales, las agendas de nuestros hijos, etc., nos obligan a no abandonar la sensación de que debemos actuar todo el rato con eficacia y rapidez sin queremos llegar a todo. Y eso, inevitablemente, causa estrés.