1/1 © Adobe Stock

Asistir a un catering despierta en nosotros unas ganas de comer sin parar similares a las que sentimos cuando abrimos una bolsa de pipas. Tantos platos diminutos a nuestra disposición repartidos en una o varias mesas ponen a prueba nuestra capacidad de autocontrol y de distinguir qué debemos comer y qué debemos evitar. Cuando la comida no está dispuesta en mesas, sino que es ofrecida de manera gradual por un camarero añadimos la presión de aceptar cualquier plato que nos ofrezcan, no vaya a ser que nos guste y hayamos perdido la única oportunidad que había de probarlo.

Más sobre: