Sandeep Jauhar es más que un prestigioso cardiólogo. Su sensibilidad y capacidad de observación lo han llevado a escribir algunos de los libros de divulgación científica más influyentes de los últimos años. Su obra más reciente, 'El cerebro de mi padre', fue reconocida por The New Yorker como la mejor obra científica de 2023 y seleccionada por la Smithsonian Institution como uno de los 10 libros de ciencia imprescindibles del año.
En este libro, Jauhar narra con una mezcla de crudeza y ternura el proceso de deterioro de su padre, enfermo de alzhéimer, desde una doble perspectiva: la del médico que busca respuestas y la del hijo que sufre. Hemos hablado con él para que nos explique cómo afrontó ese duelo anticipado y cómo sobrellevó el hecho de cuidar a aquella persona que mucho antes le cuidó a él pero que, a causa de esta enfermedad degenerativa, ya no era igual que antes. .
Usted es médico y científico, pero también hijo. ¿Cómo vivió esa dualidad cuando comenzaron los primeros signos de la enfermedad en su padre?
La verdad es que fue un equilibrio delicado entre esos dos roles. Mi reacción inicial, ante todo, fue como médico. Necesitaba entender qué le estaba sucediendo, cómo diagnosticarlo de la mejor manera posible, qué tratamientos estaban disponibles, qué estaba ocurriendo en su cerebro. Mi impulso fue abordar la situación desde el punto de vista médico y científico, porque esa es mi forma natural de pensar. Y, de hecho, eso me ayudó mucho, incluso como hijo y como cuidador. Porque cuanto más aprendía sobre la enfermedad, más entendía qué era lo que cabía esperar. Por supuesto, hubo sorpresas, pero menos de las que habría tenido si me hubiera enfrentado a todo esto desde la ignorancia.
Mi primera respuesta fue claramente médica. Pero si hubo algo para lo que me sentí menos preparado, fue para vivir esta experiencia como hijo, al ver cómo mi padre iba entrando en un proceso de deterioro. Nunca antes había vivido algo así.
Esa motivación de médico, ese impulso de recabar toda la información posible, fue lo que también me empujó a escribir este libro. No quería escribir solo desde la experiencia emocional o filosófica del cuidado, sino también desde una perspectiva científica y médica. Quería fusionar esos dos mundos, integrar lo profesional con lo personal. Así que sí, mi primera respuesta fue claramente médica. Pero si hubo algo para lo que me sentí menos preparado, fue para vivir esta experiencia como hijo, al ver cómo mi padre iba entrando en un proceso de deterioro. Nunca antes había vivido algo así.
Es cierto que mi madre también sufrió un deterioro, a causa del Parkinson, pero la mayor parte de ese proceso ocurrió cuando ellos vivían lejos y no fui testigo directo. Con mi padre, en cambio, sí lo fui. Estuve presente en cada etapa, y eso lo cambió todo. A veces tenía que recordarme a mí mismo que yo no era su médico. Pero me costaba mucho separar esos dos aspectos de quién era yo. Y había otro desafío importante: mi vida estaba llena de responsabilidades. Era médico, padre, marido, hijo… y todos esos roles competían entre sí constantemente. Tratar de encontrar un equilibrio entre todas esas facetas fue, sin duda, una de las tareas más difíciles.
Comenta que hubo negación de la enfermedad, ¿fue una manera de aceptar esa realidad?
Totalmente. Mi padre insistía en que sus olvidos eran normales. Cuando le decía: “Papá, no recuerdas esto”, me respondía: “Eso pasa cuando te haces mayor, no te preocupes”. Él estaba en negación, y yo también. No quería aceptar el diagnóstico. Atribuí sus lapsos a factores como el estrés, el cambio de ciudad, la enfermedad de mi madre o el abandono de su carrera científica.
Pensaba que, cuando se adaptara a su nueva vida, los síntomas desaparecerían. Pero eso no ocurrió. Además, yo le señalaba errores, le corregía como si eso fuera a ayudarle. Pensaba que si lograba que reconociera que se equivocaba, podría esforzarse más por recordar. Le mostraba planos, le decía: “Papá, te has equivocado”. Ahora lo veo y me parece absurdo, pero en ese momento creía que reconocer los errores era una forma esencial del ser humano.
Era pura ignorancia, incluso sorprendente viniendo de un médico. Pero demuestra lo difícil que es este proceso, incluso para quienes tenemos formación.
¿Cómo lidió con esos cambios de personalidad que se producen en un paciente de alzhéimer?
Pues resulta muy complejo, muy complicado. Y yo me atrevería a decir que esa fue una de las razones por las que escribí el libro: quería que las personas entendiesen lo que sucede a nivel cerebral, porque eso, al final, informa y condiciona la manera en que responde un cuidador. Esta enfermedad comienza en una parte del cerebro que codifica los recuerdos en la memoria, el hipocampo, pero después se extiende a otras zonas. Junto al hipocampo está la amígdala, que es responsable de la regulación emocional. Normalmente, primero se afecta la memoria, pero más adelante también se alteran las emociones. Es entonces cuando aparecen los ataques de rabia, de frustración, esa incapacidad para regular lo emocional. Y eso fue muy impactante, porque mi padre siempre había sido una persona muy, muy amable. Pero cuando se activaba la amígdala, perdía esa capacidad de autorregulación.
Para mí lo fundamental fue entender qué ocurría desde el punto de vista neurológico para poder aceptar esos cambios. Comprender que no eran deliberados: ni la pérdida de memoria, ni los estallidos de rabia, ni esos momentos tan difíciles. Todo era consecuencia de un deterioro cognitivo y cerebral.
Cuanto más entendía la enfermedad, más comprendía cómo iba avanzando hasta afectar también zonas del cerebro vinculadas a la autoconciencia, a la conciencia de estar enfermo. Cuando mi padre perdió esa conciencia, yo necesitaba entender qué pasaba en su cerebro, porque para mí era muy frustrante escucharle decir: “Hijo, yo no tengo ningún problema, no tengo ninguna enfermedad. Estoy bien”. Me frustraba como hijo y como cuidador. Por eso era tan importante entender qué estaba ocurriendo neurológicamente.
Para mí lo fundamental fue entender qué ocurría desde el punto de vista neurológico para poder aceptar esos cambios. Comprender que no eran deliberados: ni la pérdida de memoria, ni los estallidos de rabia, ni esos momentos tan difíciles. Todo era consecuencia de un deterioro cognitivo y cerebral. También me ayudó pensar que, aunque él había cambiado, en un nivel más profundo seguía siendo la misma persona. Le seguían gustando los mismos postres, la misma música. A veces, en el mundo occidental ponemos demasiado énfasis en las funciones cognitivas superiores: la toma de decisiones, la memoria, la capacidad de procesar información. Pero hay una esencia más allá de todo eso que permanece, incluso cuando la enfermedad avanza.
Es común pensar que ya no es la misma persona...
Efectivamente, en nuestra cultura tendemos a centrarnos mucho en las funciones superiores del cerebro: la autonomía, la independencia, la capacidad de decisión. Cuando alguien pierde eso, empezamos a percibirlo casi como si fuera un ser ajeno, casi alienígena, no humano. Y eso es muy perjudicial para la persona enferma. Aumenta su sufrimiento, porque además se ha comprobado que el declive de las funciones cerebrales se ve exacerbado por el aislamiento y la soledad. Sin embargo, hay una serie de hábitos, de preferencias profundamente enraizadas en el cerebro, que no desaparecen con el alzhéimer hasta fases muy avanzadas.
Por eso yo nunca vi a mi padre como alguien totalmente distinto. Para mí, seguía siendo la misma persona. Claro que había olvidado muchas cosas, incluso en ocasiones se le olvidaba qué cosas le gustaban. Pero cuando le pasaba, por ejemplo, un batido de mango, el mango lassi, y lo probaba, algo en él se activaba, recordaba que eso le importaba. A veces, cuando le proponía ir a su restaurante favorito, me respondía: “A mí no me gustan esas cosas”. Y yo le decía: “Sí, papá, claro que te gustan”. Y entonces sonreía, lo recordaba, y volvíamos a conectar. Así que, en lo esencial, yo seguía viendo a la misma persona de siempre.
En nuestra cultura tendemos a centrarnos mucho en las funciones superiores del cerebro: la autonomía, la independencia, la capacidad de decisión. Cuando alguien pierde eso, empezamos a percibirlo casi como si fuera un ser ajeno
Mi hermano, en cambio, cayó en la trampa de pensar que ya no era nuestro padre, que era como si algo extraño hubiese tomado su cuerpo. Me decía: “No está, ya no es él”. Pero yo insistía: “Papá sigue siendo fundamentalmente él mismo”. Es verdad que había cambiado, pero a un nivel muy profundo, en lo que respecta a su personalidad básica, a su forma de ver el mundo, eso no había desaparecido. Y te diré algo más: aunque había perdido parte del control emocional, sus respuestas afectivas seguían ahí. Tal vez no recordaba que cada semana salíamos a comer juntos, pero sí sabía cuándo se sentía enfadado, cuándo se sentía querido. Eso seguía estando intacto, de alguna manera esencial.
Después de pasar tanto tiempo juntos, él era capaz de notar si yo estaba enfadado o no. A veces incluso parecía tantearme según mi expresión, como si midiera mi estado de ánimo a través de gestos sutiles. En el libro reflexiono sobre qué es lo que realmente nos hace ser quienes somos. Perder ciertos recuerdos del pasado no significa perder la personalidad. Significa que se ha producido un cambio, sí, pero el “yo” fundamental sigue profundamente enraizado en lo que podríamos llamar el cerebro primitivo. Ahí permanecen estructuras como la memoria procedimental, esa que nos permite seguir tocando el piano, andar en bicicleta o responder a estímulos emocionales básicos. Esa parte de la memoria no desaparece fácilmente.
Creo que debemos tener mucho cuidado con equiparar las funciones cerebrales superiores, como la memoria, la planificación o la toma de decisiones, con la totalidad del funcionamiento cerebral o con lo que entendemos por personalidad. Una persona no se reduce a sus recuerdos. Somos mucho más que eso. Somos como una película que empieza al nacer y continúa hasta la vejez, y no porque falten algunas escenas dejamos de ser quienes somos.
Yo nunca vi a mi padre como alguien totalmente distinto. Mi hermano, en cambio, cayó en la trampa de pensar que ya no era nuestro padre Me decía: “No está, ya no es él”. Pero yo insistía: “Papá sigue siendo fundamentalmente el mismo”.
Pero además de esa película que representa nuestra memoria, las personas también somos nuestras interacciones con los demás. Nuestras historias personales se entrecruzan, se separan y se vuelven a unir a través de los vínculos que mantenemos. Por eso, yo siempre vi a mi padre como mi padre. Siempre lo reconocí como una persona, nunca como un ser ajeno, nunca como un alien. Y creo que eso es fundamental.
Cuando comenzamos a ver a alguien con alzhéimer como alguien totalmente distinto, como alguien “otro”, corremos el riesgo de deshumanizarlo. Y al hacerlo, lo marginamos. Y esa marginación no solo duele, sino que agrava el deterioro. Es un punto clave en el cuidado de las personas con Alzheimer.
¿Qué aprendió de todo el proceso que compartió con su padre?
¿Qué aprendí de mí mismo? No fue una experiencia fácil. Hubo momentos de rabia, de frustración, de profunda impaciencia. Y creo que en parte se debe a que, igual que mi padre era prisionero de su cerebro en proceso de degeneración, yo también era prisionero del mío. Porque el cerebro nos define. No es la realidad externa la que nos define, sino cómo la interpretamos. Llegó un momento en que mi padre ya no podía entrar en mi realidad, y eso me frustraba enormemente. Creo que muchas personas que cuidan de familiares con esta enfermedad se sienten igual: atrapadas, impotentes, porque nuestra mente está construida para interpretar, razonar, controlar. Y se necesita un esfuerzo enorme para dejar todo eso a un lado y entrar, de verdad, en la realidad del otro.
Con el tiempo descubrí otro enfoque, mucho más humano, más compasivo: la terapia de validación, o lo que algunos llaman la mentira terapéutica. Si una respuesta verdadera va a causar dolor, simplemente se evita.
Recuerdo que cuando mi padre preguntaba: “¿Dónde está mamá?”, yo le respondía: “Papá, mamá murió”. Y eso le causaba un dolor terrible, una angustia tremenda. Pero yo no sabía qué otra cosa hacer, porque eso era lo que había ocurrido. Era la verdad. Me aferraba a esa verdad como si fuera una forma de mantener la conexión con la realidad. Es lo que se conoce como terapia de orientación a la realidad, una forma antigua de cuidar, en la que le dices a la persona con demencia lo que realmente ocurre: “No, no es martes, es miércoles”, o “Ya no vives en casa, estás en una residencia”, o “Tu mujer murió y no va a volver”. Yo pensaba que, si conseguía que mi padre regresara a mi realidad, tal vez eso ralentizaría el deterioro. Pero no funcionaba. La enfermedad seguía su curso, sin importar cuántas verdades le dijera.
Con el tiempo descubrí otro enfoque, mucho más humano, más compasivo: la terapia de validación, o lo que algunos llaman la mentira terapéutica. Si una respuesta verdadera va a causar dolor, simplemente se evita. Si preguntaba por mi madre, en lugar de decirle que había fallecido, le decía: “Ha salido un momento, ahora vuelve”. Y a los pocos minutos, lo había olvidado. Para mí, aceptar esto fue durísimo. Yo quería pensar de forma racional, lógica. Quería que compartiera mi realidad. Pero me di cuenta de que, al forzarle a ello, estaba imponiéndole un sufrimiento innecesario. Fue un proceso largo. Tuve que leer mucho, hacer mucha introspección, desaprender. Y solo entonces entendí que la única manera de tratarle con dignidad era adentrarme en su mundo, en ese mundo donde quizás mi madre seguía viva. Fue la única forma de cuidarlo desde el amor, aunque me costara muchísimo asumirlo.
Y ¿qué deberíamos aprender nosotros?
Lo primero, que debemos entender es que todos tenemos cierto margen de actuación a la hora de prevenir el alzhéimer. No es algo que vaya a ocurrir inevitablemente solo porque tu padre o tu madre lo hayan tenido. Existen factores de riesgo que, si conseguimos reducir o controlar, pueden disminuir significativamente las probabilidades de desarrollar la enfermedad. Igual que ocurre con las enfermedades coronarias, es importante mantener a raya la presión arterial, hacer ejercicio de forma regular, comer de manera saludable. Pero también hay otros elementos clave, como desarrollar una buena reserva cognitiva a través de la estimulación mental y, sobre todo, social. No dejar que la persona se aísle, fomentar el contacto humano.
Ahora bien, una vez que la enfermedad se ha desarrollado, la gran pregunta es: ¿qué podemos hacer para que esa persona tenga una vida mejor? La respuesta, en muchos sentidos, es sencilla y un reto al mismo tiempo: estar con ellos, acompañarlos, adentrarnos en su realidad. No observarlos desde una distancia emocional ni con un ojo acusador o cínico, ni con juicio o resignación. Se trata de caminar a su lado y ver ese trayecto como una aventura compartida, un viaje que hacemos con alguien a quien amamos.
Espero que los lectores de mi libro no repitan los errores que yo cometí. Que sean menos críticos, más pacientes, más compasivos (...) Que les ayude a ser mejores cuidadores, a tratar con más dignidad y ternura a esas personas que todavía están ahí, incluso cuando ya no pueden decir quiénes son.
Porque ese viaje, inevitablemente, terminará. Y lo importante es cómo lo vivimos. Espero que los lectores de mi libro no repitan los errores que yo cometí. Que sean menos críticos, más pacientes, más compasivos. Como decía mi padre: “No toques el fogón si sabes que quema”. Ojalá este relato sirva para que otros no tengan que aprender del mismo modo. Que les ayude a ser mejores cuidadores, a tratar con más dignidad y ternura a esas personas que todavía están ahí, incluso cuando ya no pueden decir quiénes son.
También diría a estos familiares, que es normal sentirse abrumado. Que deben buscar ayuda, apoyo, aunque solo sea para salir a caminar media hora. El sistema no siempre ayuda, especialmente en lugares como Estados Unidos, donde el coste recae casi por completo en las familias. Pero nadie puede hacerlo todo solo. Hay que compartir la carga, aunque cueste.