Con una tensión que electriza el aire, en Los años nuevos, la última serie de Rodrigo Sorogoyen, Ana y Óscar discuten en un taxi tras una noche de desenfreno en Berlín. En ese instante, el amor que una vez los unió con la chispa de la pasión y el misterio, parece haber evolucionado a algo más pesado: la rutina, ese desgaste inevitable que siempre amenaza las relaciones, incluso las más intensas.
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Cada capítulo de esta producción nos lleva a un viaje fascinante a través de las diferentes etapas por las que atraviesan las parejas
La serie pone ante nuestros ojos situaciones a los que todos, en mayor o menor medida, nos hemos enfrentado alguna vez en la vida. En especial los millennials.
Nos adentra en una historia donde, en cada episodio, vamos comparando la historia de sus protagonistas con alguna personal nuestra, recordando aquel momento en el que llegó la monotonía, o dejándonos claro el porqué a día de hoy nos da respeto darlo todo y dejar el alma en una relación: por saber que puede (y que es bastante probable) que llegue al punto que la de Ana y Óscar. Tememos enfrentar ese quiebre.
En un momento donde el mundo se debate entre las relaciones líquidas, y la vuelta del romanticismo tradicional, en Los años nuevos, el director de cine español pone en pantalla el amor treintañero con una parte carnal evidente, sí, pero con un trasfondo arrollador que define bien a esta generación. Consigue que algo nos cruja fuerte por dentro desde la sencillez más absoluta, desde una cotidianeidad absurda que nos mantiene alerta continuamente para llevarnos a un viaje en el que, aunque creemos saber por dónde vamos a transitar, continuamos esperanzados de que nos enseñe que no, que otra manera de amar (más simple, más fácil quizá) es posible.
Buscamos una llave maestra, pero a ojos de Rodrigo Sorogoyen parece que no la hay.
El amor, por sano que pueda ser, nos enseña emociones nuevas, crea expectativas, y nos sitúa ante el reto de equilibrar necesidades de dos personas diferentes en una conexión.
A veces sucede que hay parejas que se rinden y no vuelven a verse en la vida, pero en otras ocasiones hay historias, como la de Ana y Óscar, que parecen tratar de surfear todas las olas para ver si al final regresan a la orilla intactos, o si en la cresta de alguna de ellas se caen de una manera tan brusca que ya no pueden surfear más. Él parece del primer grupo, ella titubea todo el rato saltando del primero al segundo, y viceversa.
El amor es imprevisible
Dicen que las medias naranjas (para quién crea en el concepto) llegan cuando menos te lo esperas. En la serie así parece, pero sea cierto o no, lo que sí queda claro en Los días nuevos es que en el amor nada es previsible.
Tan inútil es vivirlo esperando a que llegue una catástrofe, como con la esperanza de que se convierta en una historia de Disney.
Como hemos visto ya anteriormente en otras producciones, como en la trilogía de Antes del amanecer, o incluso en algunas reminiscencias de Gente normal, al principio de la serie vemos en ellos ese tonteo -digámoslo, envidiable- que todos sentimos al empezar a conocer a alguien: hay atractivo físico, conexión emocional, y un estilo de vida que, aunque ya de primeras queda claro que es diferente, parece encajar bien en las piezas del puzzle que podría formar su relación... pero el quinto capítulo nos sumerge en la intimidad de este momento clave. Es el ecuador de la serie, donde todo nos queda claro.
Una película cruda, pero real
Tras horas de baile, música tecno y el desenfreno que acompaña a las noches berlinesas, Óscar, aún sacudido por los ecos de la fiesta, pregunta a Ana: “¿Me quieres?”. No hay respuesta inmediata, solo el movimiento rítmico de su novia, que se deja llevar por la música. Hasta que, con una firmeza helada, ella se gira y pronuncia unas palabras mucho peores que las que los espectadores estábamos esperando. Cortan como un cuchillo: “Me aburro, pero mucho”. No se aburre del momento, sino de él, de Óscar, de la relación que en algún punto pasó de ser un torbellino de pasión a un territorio familiar, cómodo, pero que en algún momento comienza a sentirse - que no a estar- vacío.
Desaparecen los bailes en la cocina, las risas a carcajadas en la calle y en casa, esos momentos pasionales que traspasan la pantalla tanto como las conversaciones que actúan tanto de sueños, como de abrazos. Comienzan las discusiones, la inestabilidad y otros cinco capítulos que nos relatan un tira y afloja de una relación que nunca acaba. Parece que quieren estar juntos. Por otros momentos no. Parece que nadie va a conocerles mejor de lo que se conocen entre ellos. Ninguno quiere salir de esa habitación de hotel en el que se encuentran: y nosotros en su piel entendemos por qué tampoco queremos hacerlo. Pero se termina la ilusión del principio, y como la propia Ana le dice a él en otra escena, "la ilusión, tío, da fuerza. La ilusión permite que surjan cosas".
Los años nuevos disecciona el amor con una precisión casi quirúrgica, mostrando cómo las expectativas que llevamos al inicio de una relación pueden chocar con las inevitables transformaciones que trae el tiempo.
La chispa inicial no está diseñada para arder eternamente, y lo que queda después depende de algo más profundo: la capacidad de reinventarse, de encontrar nuevas formas de conexión y significado.
Ana y Óscar lo intentan una y otra vez, pero los reproches salen a la luz continuamente. A partir de ahí, la nostalgia comienza a bañar cada encuentro y cada separación, actuando como casi lo único que les mantiene unidos, haciéndonos cuestionar si esta añoranza ayuda a las relaciones, o simplemente las mantiene atrapadas en un ciclo de expectativas irreales.
El amor pasa por muchas etapas
El amor, como nos muestra esta serie, no es estático. Cambia con las circunstancias, las decisiones cotidianas y las heridas que acumulamos. La chispa inicial de Ana y Óscar va apagándose para dar paso a un querer más maduro, a una confianza en la que esa primera capa de admiración inicial empieza a dejar ver los claroscuros de cada uno.
Basta con pararse a pensar en una primera señal de la serie para que podamos anticiparnos a un posible ahogo: ella es inquieta, como le dice a Óscar: "Me conociste comprando un billete a Vancouver". Quiere vivir en Edimburgo, pero nunca se muda por permanecer con él. Óscar, por su parte, se mueve mejor en la estabilidad, y parece no entender que Ana no desee habitarla.
¿Es posible construir una relación sólida cuando las metas o estilos de vida son opuestos?
La respuesta radica en la voluntad mutua de comprender, adaptarse y, sobre todo, querer. Sin ese esfuerzo compartido, incluso el amor más fuerte puede naufragar ante el choque de expectativas.
No hay idealizaciones que valgan
Los momentos de euforia en la relación de los protagonistas contrastan con los episodios de conflicto y distanciamiento, mostrando que las relaciones son intensamente duales. Pensar que todo va a ser como al comienzo no es más que algo ingenuo.
La autenticidad de Ana y Óscar —imperfectos, y vulnerables— nos recuerda que las relaciones reales no se construyen sobre idealizaciones, sino sobre la aceptación de nuestras propias sombras y las del otro.
Sorogoyen pone en perspectiva la obsesión cultural por el amor idealizado, invita a pensar si perseguimos relaciones reales, o proyecciones de nuestras propias expectativas.
En esta historia hay infidelidades, amigos y familiares que intervienen, circunstancias que les llevan a vivir momentos que les ponen continuamente a prueba para determinar si, a pesar de todo ello (no haremos espóileres del final) son capaces de gestionar lo que sienten acordes al contexto... y si realmente quieren seguir haciéndolo.
La comunicación no verbal es clave
Más allá de los conflictos, la serie también ilumina la belleza de los pequeños momentos: un gesto, una conversación a medianoche, una sonrisa cómplice en una mesa... Los silencios (qué revelador resulta saber estar con alguien en silencio).
Cada uno de estos detalles nos recuerda que la vida en pareja consiste precisamente en entenderse sin tener que hablar demasiado.
La comunicación va más allá de una palabra, y precisamente por eso, cuando las cosas empiezan a torcerse, ambos saben que hay un elefante viviendo en la habitación, que algo está pasando. Tras varios intercambios pasivo-agresivos, los excesos de esa noche en Berlín les empuja a sacar el tema de conversación planteándonos la duda sobre cuándo es el momento de dejar ir.
Es posible pasar página
Enmarcada en el simbolismo de cada fin de año, la historia de Ana y Óscar nos invita a reflexionar sobre los cierres y los nuevos comienzos.
Porque, al igual que cada Nochevieja marca el paso del tiempo, cada final en una relación trae consigo la oportunidad de renacer, con o sin el otro.
Ellos lo hacen continuamente, e incluso en algunos momentos llegan a convencernos de que alguno de los dos puede haber pasado página. Puede que nuestra Ana u Óscar sea el amor de nuestra vida, o puede que haya pasado por ella para ayudarnos a tener claro cómo nos gusta que sea. Cada pareja es una lección, y después de cada ruptura, aunque parece que no, siempre vuelve a salir el sol.
Explora nuestros límites
Al final, Los años nuevos no solo habla del amor entre dos personas, sino de la relación con nosotros mismos. ¿Podemos aceptar nuestras imperfecciones? ¿Estamos dispuestos a adaptarnos, a crecer y a dejar ir cuando sea necesario? Tal vez esa sea la verdadera lección: que amar es, ante todo, un acto de autoestima. Quizá esa sea la lección más profunda de la serie: no podemos querer a otro plenamente sin antes aprender a querernos a nosotros mismos.