Uno de los aspectos que más nos atrae de la serie Las chicas Gilmore es la buena relación que existe entre sus dos protagonistas, Loraine, y su hija Rory. Nos gusta porque es abierta, sana, sin apenas juicio. Nos gusta, también, porque suele escaparse a nuestra imaginación, vemos en ellas una historia que a nuestro imaginario le parece idílica y envidiable: una madre y una hija que, además de familia, parecen muy amigas. Ahí está la clave de la cuestión de que sea una de las series más afamadas de la pantalla, en esa relación con la que nos cuesta empatizar, pero que ansiamos con ganas y que vemos, capítulo a capítulo, deseando que fuera también la nuestra.
Para ti que te gusta
Lee 8 contenidos al mes solo con registrarte
Navega de forma ilimitada con nuestra oferta
1 año por 49€ 9,80€
Este contenido es solo para suscriptores.
CelebramosSuscríbete 1 año por 49€ 9,80€
Este contenido es solo para suscriptores.
CelebramosSuscríbete 1 año por 49€ 9,80€
TIENES ACCESO A 8 CONTENIDOS DE
Recuerda navegar siempre con tu sesión iniciada.
Está claro que, a veces, por mucho empeño que pongamos, nuestras madres nos sacan de quicio. Puede que hayan hecho algo que moleste, o simplemente que seamos nosotras mismas las que reaccionamos o discutimos con ira ante determinados comentarios o comportamientos a la defensiva, sin apenas motivo para responder de esa manera exagerada. Si bien ellas eran las que imponían autoridad parental en nuestra infancia, a medida que crecemos queremos ir distanciándonos en ese aspecto, buscando controlar nosotras mismas la nuestra.
Pero no es fácil: desde que somos pequeños nuestras madres asumen el rol de guías, y velan por asegurar el cuidado y la seguridad de los hijos. Por ello, acostumbradas a ejercer casi pleno control sobre nuestras vidas – desde el alimento que nos llega cuando estamos en su barriga o la ropa que vestimos al ser bebés, pasando por las clases extraescolares a las que acudimos de niños, hasta llegar, incluso, a escoger a nuestros amigos –, les cuesta asumir que llega un momento en el que queremos desarrollar nuestra identidad, así como establecer nuestras propias opiniones, valores y preferencias. Y es aquí cuando se producen las discusiones.
Es fácil reconocerse en situaciones en las que nuestros padres rebaten una opinión que difiere de la que ellos han intentado inculcarnos. También lo es hacerlo en esas ocasiones en las que, incluso antes de comenzar a dialogar, ya nos adelantamos a su respuesta y terminamos contestando de manera impulsiva, rabiosa o con tensión por la dirección en la que esperamos que la conversación pueda terminar. Pero, aunque a menudo ambas partes sufren ante estas situaciones (nosotros nos arrepentimos por hablarles mal, y ellos se sienten atacados y no entienden por qué lo hemos hecho), debemos decir que se trata de un fenómeno completamente habitual.
Las raíces emocionales detrás de ese enfado constante que sentimos hacia nuestras madres guardan sentido psicológico, como nos explica la directora clínica de la plataforma de Psicología online Unobravo, Silvia dal Ben: "La relación con nuestra madre es, para casi todos, la primera y más fundamental. Es en este vínculo donde experimentamos nuestras primeras emociones, incluido el enfado. Poder expresar el enojo en un entorno seguro es esencial para el desarrollo y autoconocimiento de los niños. En los adolescentes, además, el enfado con la madre y con los padres en general cumple otra función, la de ayudar a establecer límites propios y a convertirse en adultos".
¿Cuándo saber que un enfado es racional?
El deseo de autonomía que adquirimos al crecer, choca con la tendencia de las madres a seguir protegiendo y guiándonos. Sin embargo, merece la pena distinguir cuándo un enfado guarda solidez, y cuándo se trata de una exageración que hemos tenido sobre una percepción nuestra, o una expectativa.
Tal y como señala la experta, todas las emociones que sentimos son válidas, tanto que, incluso, nos ayudan a manifestar lo que estamos pasando. "Es muy importante validar el enojo. El punto que puede ser desproporcionado es la expresión de esta emoción. Yo diría que una reacción es digna de atención cuando una persona no se puede calmar en un tiempo sostenible o, en casos más extremos, acaba en agresividad física. En general, la regulación emocional y de la expresión es algo muy personal y que se mide según la capacidad de usar esta emoción. El objetivo es sentir, usar, expresar lo que se siente sin ser ser dominados por la emotividad".
No resulta fácil, pero para ello nos indica un consejo: "Podemos prestar atención a las emociones. A veces un gran enfado puede parecer desproporcionado, pero al investigar, puede descubrirse una razón igualmente significativa que lo explique". De hecho, si estás leyendo esto puede que lo estés haciendo porque te has dado cuenta de que te ocurre con frecuencia, y hasta es posible que te haya preocupado la situación, o que sientas arrepentimiento. Para ello, Silvia dal Ben, también recomienda "hablar con un profesional, algo especialmente importante cuando estos sentimientos generan conflictos intensos entre madre e hijo o provocan malestares profundos".
Como sucede con cualquier discusión que nos afecte, lo primero que debemos hacer para poner solución a este enfrentamiento continuo es identificar lo que sucede. En este caso, está claro. La falta de que nuestros padres reconozcan nuestra autonomía y continúen viéndonos como niños, así como que les cueste asimilar que hemos desarrollado nuestros propios valores es una de las principales causas. Su protección excesiva, y la necesidad de control también son otros dos factores a tener en cuenta a la hora de darse cuenta de que existen estas tensiones. Pero, asimilado esto, llega el turno de evitar las consecuencias.
La importancia de la empatía y escucha activa
Para que podamos controlar nuestros enfados, ambas partes deben colaborar. Podemos sentarnos con nuestra madre y hablar sobre ello haciéndole entender que, en palabras de la directora clínica de la compañía de Psicología, "es importante crear una relación con los hijos en la que puedan experimentar todas sus emociones sin temor a ser etiquetados o castigados. Los padres deben facilitar la expresión de las emociones, incluso cuando son muy negativas o diferentes de las esperadas. De este modo, al poder sentir y expresar lo que se siente, es posible desarrollar una forma saludable de gestionar las emociones, elaborarlas sin que se acumulen y provoquen reacciones explosivas".
Es decir, debemos tratar de hacerles entender lo que está sucediendo. Si no es posible llegar a esa empatía por ambas partes, es decir, "si la relación entre madre e hijo continúa llena de enojo, rabia y conflicto", cuenta Silvia dal Ben que "es difícil que ambos puedan mejorar la situación por sí solos. En estos casos, puede ser muy útil involucrar a un tercero, o sea, a alguien de confianza, como el padre, un adulto confiable o un profesional; que pueda mediar, facilitar la comprensión mutua y cuidar la relación".
Por nuestra parte, la de los hijos, también hay esfuerzos. Lo primero que debemos hacer es reconocer sus buenas intenciones, a pesar de que no siempre estén de acuerdo con nosotros. Además, aunque tengamos ganas de expresar cómo nos sentimos – y debamos, siempre, hacerlo educadamente– también resulta fundamental que nosotros les prestemos atención mediante la escucha activa, con calma, tratando de ponernos en su lugar en todo momento. A tus padres puede ayudarlos a reducir las tensiones. De este modo, comprendidos unos y otros, podremos establecer ciertos límites sobre la toma de decisiones que ellos tengan en nuestras vidas, o tan solo sobre las opiniones que queramos recibir por su parte. Quién sabe, igual así algún día podamos ser Loraine y Rory Gilmore.