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perdida memoria© Getty Images

Neurociencia

Entre los 40 y 60 años se acelera la pérdida de memoria, ¿qué propone la ciencia para prevenirlo?

Según los expertos, las facultades mentales van disminuyendo gradualmente entre los 20 y 40 años. Pero cuando se evalúa específicamente cómo funciona la memoria en relación con el recuerdo de acontecimientos cotidianos, parece que tienen lugar cambios especialmente rápidos durante la mediana edad.


Por: Yvonne Nolan y Sebastian Dohm-Hansen Allard
Actualizado 1 de abril de 2024 - 18:55 CEST

Nuestro cerebro cambia más deprisa en ciertos momentos vitales, como si el reloj de la vida corriera más rápido de lo normal. La infancia y la adolescencia son buenos ejemplos de ello. Sin embargo, durante gran parte de la edad adulta, ese reloj parece funcionar con bastante regularidad: una vuelta alrededor del Sol, un año más.

No obstante, podría haber una etapa de la vida intermedia en la que el reloj del cerebro también se acelera y cambia sin que nos demos cuenta. Se trata de la “mediana edad”, la etapa de envejecimiento cerebral entre los 40 y los 60 años. Y puede determinar nuestra salud futura.

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La memoria se resiente al cumplir los cuarenta

Los psicólogos que estudian cómo cambian nuestras facultades mentales con la edad han llegado a la conclusión de que disminuyen gradualmente entre los 20 y los 40 años. Pero cuando se evalúa específicamente cómo funciona la memoria en relación con el recuerdo de acontecimientos cotidianos, parece que tienen lugar cambios especialmente rápidos durante la mediana edad. Incluso entre personas sanas, las hay que experimentan un veloz deterioro de la memoria en esta etapa de la vida.

Médicos viendo un escaner cerebral© Getty Images

Esto hace pensar que el cerebro puede experimentar cambios acelerados, en lugar de graduales, durante este periodo. Una de las estructuras que más se alteran parece ser el hipocampo, fundamental para la formación de nuevos recuerdos. Aunque en general el hipocampo se encoge durante gran parte de la edad adulta, esta reducción de tamaño parece acelerarse en torno a la mediana edad. Y podría explicar los cambios asociados a la memoria mencionados anteriormente.

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En última instancia, lo que permite al cerebro llevar a cabo sus funciones son las conexiones entre las células cerebrales: la sustancia blanca. Estas conexiones maduran lentamente a lo largo de la edad adulta, especialmente las que conectan las áreas del cerebro que se ocupan de funciones cognitivas como la memoria, el razonamiento y el lenguaje.

Curiosamente, durante la mediana edad, muchas de ellas pasan por un punto de inflexión y dejan de ganar volumen para empezar a perderlo. Esto significa que las señales y la información no pueden transmitirse tan rápido como antes, por lo que el tiempo de reacción se alarga. Especialmente las conexiones de la sustancia blanca que forman redes interconectadas encargadas de funciones cognitivas, sobre todo las relacionadas con la memoria.

Al igual que las personas muy conectadas en la sociedad tienden a formar grupos o pandillas, las regiones cerebrales hacen lo mismo a través de sus conexiones. Esta organización de la comunicación cerebral nos permite realizar algunas de las tareas complejas que damos por sentadas, como planificar nuestros días y tomar decisiones. El cerebro parece alcanzar su punto álgido en este sentido cuando llegamos a la mediana edad. Algunos incluso se han referido a la mediana edad como un “momento dulce” para algunos tipos de toma de decisiones. Pero a partir de ese momento, las “pandillas” de la red empiezan a disgregarse.

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Estos cambios, aparentemente sutiles, tienen una enorme relevancia si tenemos en cuenta que la población mundial de 60 años o más se duplicará en 2050, y con ello, por desgracia, aumentará considerablemente el número de casos de demencia.

 

Ilustración de cómo la enfermedad de Alzheimer afecta al hipocampo© Getty Images

 

Los estudios del cerebro se han centrado demasiado en la vejez

La ciencia se ha centrado durante mucho tiempo en la vejez, que es cuando los efectos perjudiciales del paso del tiempo son más evidentes. Sin embargo, puede ser demasiado tarde para intervenir. La mediana edad, por el contrario, podría ser un periodo en el que detectar precozmente factores de riesgo de futuro deterioro cognitivo, como la demencia. Y lo que es más importante, nos brinda la oportunidad de intervenir a tiempo.

¿Pero podemos detectar los cambios sin tener que someter a todo el mundo a un costoso escáner cerebral? Sí. Resulta que el contenido de la sangre puede hacer que el cerebro envejezca. Con el tiempo, nuestras células y órganos se deterioran lentamente, y el sistema inmunitario puede reaccionar a ello iniciando el proceso de inflamación. Las moléculas inflamatorias pueden acabar en el torrente sanguíneo, llegar al cerebro, interferir en su funcionamiento normal y, posiblemente, afectar a la cognición.

Podemos leer el 'futuro cognitivo' en la sangre

En una nueva investigación fascinante, científicos del Johns Hopkins y de la Universidad de Mississippi han analizado la presencia de moléculas inflamatorias en la sangre de adultos de mediana edad y pudieron predecir futuros cambios cognitivos veinte años después. Esto confirmaba una importante idea emergente: que la edad en términos de medidas biológicas aporta más información sobre nuestra salud futura que la edad en términos de años vividos.

Y lo que es más importante, esa edad biológica podría estimarse con pruebas fácilmente disponibles y rentables utilizadas en la clínica, como un sencillo análisis de sangre.

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Si confirmamos que al cumplir los cuarenta el tic-tac del reloj se acelera lo suficiente para comprometer nuestra salud futura, quizás podríamos buscar cómo ralentizarlo desde fuera. Por ejemplo, aprovechando los efectos beneficiosos del ejercicio físico, que hace que se liberen a la sangre mensajeros que pueden oponerse a los efectos del paso del tiempo. Si pudiéramos aprovecharlos, quizás conseguiríamos estabilizar el péndulo.

Sebastian Dohm-Hansen Allard, PhD Candidate, Anatomy and Neuroscience, University College Cork. Yvonne Nolan, Professor in Neuroscience, University College Cork

REFERENCIAS

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Este artículo fue publicado originariamente en The Conversation


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