‘Conócete, acéptate, sánate’. Es la tarea que nos pone María Ros San Juan, Directora de Psicología MR, en su nuevo libro Abraza tus partes rotas, publicado por Grijalbo, en el que nos anima a mirar hacia adentro para conseguir sanar nuestras heridas internas, esas que todos tenemos, y superar procesos como la ansiedad o la depresión. Y es que apunta que la vida no va de estar siempre alegres, sino que se trata de buscar dentro y buscar aquello que se ha roto, sin juzgarnos. Sobre todo ello hemos hablado con la autora.
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¿Todos, como reza el título, tenemos partes rotas?
En el libro, cuando hablo de partes rotas, hago referencia a esas heriditas que las circunstancias de la vida nos han ido dejando. Heridas en forma de inseguridades, autoestima fragmentada, miedos, creencias sobre que no somos suficientes, válidos, importantes… tendencias a complacer a los demás, a sentir que somos inferiores, etc.
Entonces sí, todos hemos vivido situaciones complejas que nos han dejado pequeñas heriditas. Todos tenemos partes rotas.
El primer paso, entendemos, es reconocerlas, saber identificarlas, ¿no es así?
Efectivamente. No puedo curar lo que no sé que está dañado. Por tanto, es importantísimo entender quién soy, qué me ocurre y cuáles son esas partes rotas que me acompañan día a día. A veces se presentan en forma de creencias sobre uno mismo (“no soy suficiente”, “para que me quieran debo ser perfecto”, “me siento en peligro”…), otras en forma de comportamiento (perfeccionismo, necesidad de control, celos, pretender salvar a todo el mundo…). Reconocerlas y aprender a identificarlas en el día a día es lo que nos permite romper el automatismo para empezar a generar los cambios que necesitamos.
¿Qué estrategias tenemos a nuestro alcance para conseguirlo?
Cada uno tenemos nuestras propias estrategias porque, lo que es válido para mí, quizás no lo sea tanto para ti. Por eso es importante conocerse a sí mismo, no solo para detectar esas heriditas o partes rotas sino para entender qué necesito para protegerlas y curarlas.
Diría que la que es común a todos (e imprescindible, sin ella no hay forma de reconocer las partes rotas) es la autoobservación. Hace referencia a salir del piloto automático en el que solemos estar todos medios y, así, parar a mirarse a uno mismo y empezar a conocernos y entendernos.
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¿Es importante sanar las heridas internas para avanzar?
Por supuesto. Al igual que si me hago un esguince en el tobillo necesito cuidarlo y darle tiempo para volver a caminar y hacer deporte con normalidad, a nivel emocional necesitamos lo mismo.
Si yo tengo una herida interna que me acompaña desde que soy pequeña (por ejemplo, la necesidad de ser perfecta para sentirme válida y querida), o le presto la atención y el tiempo necesarios para sanarla o voy a seguir envuelta en la dinámica del día a día. Una dinámica que puede ser muy dolorosa y dañina: exigirme mucho, trabajar hasta tarde, cuidar de todo el mundo, sentirme devastada si cometo un error, verme inferior a los demás, tener inseguridades con mi pareja…
Son estas heridas internas las que hacen que nuestro comportamiento como adultos sea, en muchas ocasiones, muy autodestructivo.
¿Por qué piensa que aumentan en nuestra sociedad los diagnósticos de casos de depresión o de ansiedad?
Vivimos en una sociedad que nos hace ir corriendo a todas partes. Vivimos con estrés, mirando constantemente el reloj para no llegar tarde, nos cargamos la agenda de planes y quehaceres… Vivimos a un ritmo demasiado acelerado. Esto hace que estemos con el foco puesto demasiado hacia afuera. No nos damos tiempo de descansar, de conectar con nosotros mismos, de practicar ese autocuidado tan necesario para vivir de forma sana.
Todo esto acaba provocándonos un cansancio enorme, una sensación de no llegar a todo, de que lo que antes nos gustaba ahora nos abruma, de no disfrutar ni del tiempo de ocio porque estamos agotados… Acabamos siendo presos de nuestras propias decisiones. Y, cuando el cuerpo dice “basta”, no hay más que hablar…
Cuando nos hemos excedido y llevado al límite, es el cuerpo el que nos para y nos invita a cambiar la forma en que vivimos. Muchas veces ese “parón” es en forma de un problema a nivel emocional.
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¿Piensa que en ello influye el hecho de no relacionarnos de forma sana con nuestras emociones?
Algo de lo que hablo mucho en el libro es de por qué somos como somos y nos comportamos como lo hacemos. Desde pequeños nos educan bajo la idea de que hay emociones que debemos sentir y otras que debemos evitar. Nos dicen “no te enfades con tu hermano”, “qué miedo ni qué miedo si tú eres muy valiente”, “los niños mayores no lloran”, “cambia la cara que estás más guapa”…
Crecemos creyendo que hay emociones de las que debemos huir porque nos hacen indignos y nos provocarán el rechazo externo. Es así como nos convertimos en adultos que no solo no saben convivir con emociones como el miedo, la frustración o la vergüenza; si no que, lógicamente al no conocerlas bien, no sabemos gestionarlas cuando aparecen.
Por eso muchas veces hacemos justo lo contrario a lo que necesita emoción para ser sanada. Y, por supuesto, tal y como preguntabas, nos relacionamos de forma muy poco sana con nuestras emociones.
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¿Se puede vivir sin emociones?
Igual que no podemos vivir sin respirar, no podemos hacerlo sin sentir. Los seres humanos sentimos, es algo que forma parte de nuestra esencia y que nos acompañará siempre. Las emociones son como una brújula que nos va diciendo cómo nos está sentando aquello que estamos viviendo.
Son como las notificaciones que nos llegan al móvil cuando alguien nos ha escrito. Es como si tuviésemos un grupo de chat con nuestras emociones. Nos van dando información sobre cómo el contexto en el que nos movemos nos hace sentir. La alegría, por ejemplo, nos dice que ese sitio nos gusta y está bien así. El amor nos dice que podemos estrechar lazos afectivos. El miedo nos dice que algo es malo para nosotros, quizá una persona, un sitio o una sensación. La tristeza nos dice que frenemos, que tenemos que pensar en qué necesitamos y queremos hacer, nos invita a reflexionar.
Y así con todas. Cada emoción tiene su función y su motivo de aparición. Ninguna de ellas viene a hacernos daño. Todas nos quieren mandar “mensajes” sobre lo que nos provoca el contexto en el que nos movemos.
¿Qué consejos daría para gestionarlas bien, para conseguir ese ansiado bienestar emocional?
Como todo en la vida, conocerlas. Si no conozco las emociones, no voy a entender qué son, cómo funcionan, para qué sirven y qué puedo hacer con ellas. Si no me permito sentir una emoción en concreto, si la evito, nunca podré gestionarla de forma sana porque la veré como una enemiga en lugar de como una aliada.
Esto sucede mucho con el miedo y la ansiedad. Las emociones necesitan ser entendidas para poder ser gestionadas. Si yo entiendo por qué me siento de determinada forma, podré darme cuenta de qué necesito y cómo puedo satisfacer esa necesidad. Por ejemplo, si entiendo que mi ansiedad viene de que tiendo a sentirme inferior a los demás y tengo una autoestima flojita… ya tengo muy claro cuál es el camino que debo trazar para que esa ansiedad deje de darme avisos de forma constante. Sé qué cambios puedo hacer en mi vida para empezar a sentirme más libre y conseguir ese bienestar emocional.
Hay veces que las emociones se tornan en negativas, ¿cómo debemos afrontarlas en ese caso?
Todas las emociones, con independencia de su origen o de las sensaciones y pensamientos que traigan consigo, vienen a darnos información sobre cómo estamos y qué necesitamos. Por tanto, considerar negativo algo que viene a ayudarme, es un enfoque demasiado sesgado.
Todas las emociones son positivas, todas vienen a ayudarnos, a informarnos y protegernos. Otra cosa es que haya unas emociones que nos apetece más sentir que otras. Que, por supuesto. A nadie le apetece sentir ansiedad antes de calma o alegría.
Entender esto sobre las emociones es el primer paso para poder gestionarlas de forma sana. Si pienso que mi tristeza, frustración o miedo son algo malo, voy a rechazarlas y evitarlas. Así es imposible que las gestione bien. Para poder hacerlo de forma correcta necesito, en lugar de rechazarlas y demonizarlas, entender que están ahí por algo. Que ellas son solo el “mensaje que me han mandado al grupo” y que, quizá es incómoda y desagradable, pero es solo un toque de atención.
Mirarlas desde esta perspectiva nos ayuda a reducir el miedo y la inseguridad que nos generan. Nos permite vernos como seres capaces de hacerles frentes y utilizarlas a nuestro favor.
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Es importante no caer en el error de hacernos a nosotros mismos un juicio constante, ¿no cree?
Por supuesto. El juicio en su justa medida es sanísimo porque nos invita a la autocrítica y al cambio consciente. Ahora bien, cuando nos convertimos en auténticos “machacones” que solo ven la parte negativa, es cuando caemos en una conducta autodestructiva.
Esta genial que nos exijamos, que tengamos ambición y queramos que las cosas salgan de la mejor forma posible. Ahora bien, si caemos en la tendencia de criticarnos, de no permitirnos el error, de exigirnos a niveles demasiado elevados, de no permitirnos descansar, de competir constantemente… todo eso deja de ser productivo y empieza a generarnos una gran herida por dentro.
¿Piensa que es importante permitirnos, incluso, ser vulnerables?
Además de importante, es algo natural y lógico. Los seres humanos, por definición, somos vulnerables. Creo que la cuestión aquí es que se ha malinterpretado el concepto de vulnerabilidad porque lo hemos asociado a inferioridad o debilidad y, en absoluto es así.
Somos vulnerables porque somos susceptibles de ser dañados, de que las cosas nos afecten y de no tener siempre la respuesta. Somos vulnerables porque somos personas, no seres insensibles y capaces de poder con todo y a todas horas. No podemos controlarlo todo, no podemos tener respuesta a cada cosa que se nos presenta en la vida, ni podemos conseguir absolutamente cada cosa que nos proponemos. Porque no todo depende de nosotros. ¿Es doloroso? Por supuesto. ¿Frustrante? Muchísimo. Pero es nuestra esencia. Y está bien así. La vulnerabilidad no dice nada malo sobre nosotros, al contrario. Habla de que somos humanos y, como tal, tenemos límites.
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¿Cree que algo está cambiando en relación a la salud mental, y que cada vez le prestamos más atención al tan necesario autocuidado?
Absolutamente. Hace 5 años apenas se hablaba de todo esto. Estaba tan mitificado el mundo de la salud mental que se asociaba a “locura” o trastornos graves. Siento que una de las consecuencias que tuvo la pandemia fue que se puso de manifiesto la vulnerabilidad del ser humano. Se empezó a poner el foco en que, quizá, no solo importaba la salud física, sino también la emocional, la mental. Esto hizo que cada vez se hablara más y que, incluso personas influyentes compartieran sus propias historias personales.
Creo que estos gestos supusieron un avance enorme porque empezamos a ver, a nivel general, que eso que sufríamos en silencio, también lo sentían otras personas. Y así es como se genera el sentimiento de pertenencia y la seguridad en algo… dándote cuenta de que no eres raro y que lo que sientes tú, probablemente, también lo sienten muchos más.
Ahora mismo, por suerte (y gracias al esfuerzo que también hacemos de divulgación), se sabe más sobre salud mental, se va normalizando y, por consecuencia, vamos entendiendo que tiene la misma importancia que la salud física, por eso hay que cuidarla con el mismo cariño y compromiso.
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¿Por qué, muchas veces, nos sigue costando tanto pedir ayuda?
Supongo que cada uno tenemos nuestros motivos. Hay personas a las que no les cuesta absolutamente nada pedir ayuda y otras para las que supone un mundo. Muchas veces esta diferencia radica en la educación recibida. Si desde pequeña me dicen “puedes con todo”, “no te preocupes”, “no es para tanto”, etc., de alguna manera me transmiten que lo que siento, pienso o necesito no es tan importante; por los que tenderé a guardármelo para mí.
Este tipo de frases, que tan menudo escuchamos (e incluso muchos hemos dicho con buena intención), va generando huella. Una huella en forma de “tengo que poder con todo”, “no debo pedir ayuda”, “esto no es tan importante”… que hace que nos cueste muchísimo asumir que necesitamos a los demás y, por tanto, requerir su apoyo. A veces nos sentimos inferiores o menos válidos si nos dejamos ayudar por otros. Pero lo cierto es que una parte importante de la vida siento que está en entender (y asumir) que como humanos que somos: ni podemos con todo, ni tenemos que poder.
No pasa nada por pedir ayuda. Somos seres sociales por naturaleza y nos necesitamos unos a otros. Está bien así. Ni somos menos por pedir ayuda, ni dice nada de nosotros el que necesitemos, a veces, el apoyo de los demás.