Por mucho que el ser humano haya evolucionado, hay aspectos de nuestra biología que siguen marcándose por pautas puramente animales y que evocan situaciones que ya, como especie, no experimentamos, como, por ejemplo, el sentimiento urgente de supervivencia ante las amenazas.
Cuando nuestros antepasados homínidos debían escapar de un depredador o perseguir a una presa para garantizar el alimento de su familia en situación extrema, se activaban mecanismos de ansiedad que acrecentaban la respiración para estimular la producción de cortisol y adrenalina, que son las hormonas responsables de elevar el nivel de azúcar en sangre y fuerzan al metabolismo a trabajar a mayor velocidad.
Leer: Contra la tensión, abraza a tu perro
Cuando las causas de estrés son que te persigue un bisonte, que nuestro organismo reme a favor de acelerar los ritmos, despertarnos y producir una explosión de energía puede ser una ayuda para sobrevivir. Sin embargo, los hábitos de vida urbana nada tienen que ver. Y seguimos sintiendo estrés hacia situaciones que, sin embargo, no implican un desgaste físico. Es decir, no necesitan que se acelere nuestro metabolismo para salir del paso, sino justo lo contrario.
Pero en este sentido nuestro organismo permanece ciego, e identifica, por ejemplo, que esta reunión que tanta ansiedad nos produce es equivalente a ser perseguidos por un depredador. Entonces se ponen en marcha las mismas reacciones hormonales que han existido a lo largo de miles de años y, entre estos síntomas, se acelera nuestra respiración.
Esta es la razón por la que ante situaciones que consideramos difíciles, que implican estrés y ansiedad, la respiración nos delata acelerándose. Porque desde un punto de vista biológico se nos está animando a salir corriendo. Sin embargo, es mala idea cuando debemos afrontar una reunión con los jefes.
Leer: Si tu móvil te estresa es posible que sufras 'tecnoestrés'
Estos son los síntomas más comunes
Puede que, ante una situación que te genera estrés, puedas notar cómo tu respiración se hace evidente, y te cuesta pronunciar y centrarte en lo que estás diciendo porque el aire sale de tu boca sin control, evidenciando que estás nerviosa. A esta situación se la denomina taquipnea, que es como una taquicardia, pero de la respiración.
Es lo que parece: estás respirando de más, y lo haces porque tus pulmones entran en un modo automático que les evita dar bocanadas largas, y funciona cogiendo solo pequeños sorbos de aire. Esto está diseñado para despejarte, para ponerte alerta y para darte el impulso suficiente para subir a un árbol, si fuera necesario.
De forma habitual respiramos entre 10 y 15 veces por minuto. Cuando padecemos una taquipnea estamos respirando hasta 22 veces por minuto. Esto hace que la sangre transporte más oxígeno del necesario mientras que expulsamos más dióxido de carbono el que nuestro organismo se debería permitir. Así, se genera un desequilibrio entre ambos gases que trastoca el pH de la sangre y la sangre se alcaliniza produciendo mareos, hormigueo de los brazos, sensación de frío y calor instantáneos, palpitaciones y contracciones musculares.
Probablemente pienses que todo estos efectos secundarios de la taquipnea es lo último que necesitarías si de verdad estuvieras escapando de una bestia prehistórica, pero lo cierto es que, en suma, son condicionantes que te pondrían en alerta ante una situación de amenaza para tu supervivencia, porque te hacen notar que algo no va bien y te trasladan la sensación inequívoca de que salgas corriendo sin más tardar. Aunque es cierto que en nuestra cultura hemos desarrollado la conciencia de que cuando algo así nos ocurre, lo mejor es parar y, si es posible, tumbarnos y descansar.
Leer: Este es el ejercicio que te ayudará a calmar la ansiedad