Seguro que más de una vez te ha pasado que tiempo después de conocer a alguien lo has reconocido al cruzártelo por la calle, pero has sido incapaz de recordar su nombre. Puede que incluso te lo recriminaras y lo achacaras a tu falta de atención o de tu mala memoria; sin embargo no es así.
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Y es que no solo nos pasa a la hora de recordar un nombre. Hay muchas más situaciones en las que nuestra memoria nos juega malas pasadas y que explican, por ejemplo, por qué olvidamos lo que hemos ido a buscar a la habitación de al lado; y en cambio, seamos capaces de recordar perfectamente aquella anécdota tonta de cuando íbamos al instituto. O por qué no somos capaces de recordar todo aquello que vivimos o quedarnos solo con el lado más positivo de las cosas que nos pasan.
En realidad, hay un motivo bastante sencillo: nuestro cerebro es idiota. Así lo piensa el neurocientífico Dean Burnett, docente en el Instituto de la Universidad de Cardiff y colaborador de The Guardian, donde escribe su popular blog ‘Blog Flapping’. “El cerebro no deja de ser un órgano interno del cuerpo humano y, como tal, es una enmarañada madeja de hábitos, rasgos, procesos anticuados y sistemas ineficientes. En muchos sentidos, el cerebro es una víctima de su propio éxito; ha evolucionado a lo largo de millones de años hasta alcanzar el nivel de complejidad que exhibe actualmente, pero, como resultado, ha acumulado también un buen montón de basura y trastos viejos por el camino, que lastran su funcionamiento”, explica el experto en su libro ‘El cerebro idiota’ (Temas de hoy).
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Tenemos una memoria selectivamente egoísta
Respondiendo a la pregunta de por qué recordamos caras antes que nombres, en primer lugar, según el autor, “tenemos que tener en cuenta que el cerebro humano parece haber adquirido a lo largo de la evolución ciertas características que le ayudan en el reconocimiento y el procesamiento de los rostros, por ejemplo, reconociendo más fácilmente patrones de ese tipo y mostrando una predisposición natural a identificar caras en cualquier imagen formada al azar”.
Sin embargo, hay una razón más que tiene que ver con nuestra memoria selectiva. La memoria tiende a retocar y ajustar la información y recuerdos que almacena y, por desgracia, no suele hacerlo de forma fiable y precisa. De esta manera, nuestros recuerdos pueden ser modificados por el cerebro para presentarnos los acontecimientos de la manera que nosotros queremos. “Es lo que sucede, por ejemplo, cuando, al evocar una ocasión en la que formaron parte de una decisión de grupo, las personas tienden a recordar que su participación fue más influyente y su contribución en la decisión final más esencial de lo que realmente fueron”. O cuando, por ejemplo, nos autoafirmamos en nuestras elecciones pasadas recordándonos que lo que elegimos en su momento fue lo mejor que podíamos elegir (aun cuando no lo eran realmente).
Esto está relacionado con la memoria a largo plazo y la memoria a corto plazo. Los recuerdos a corto plazo duran aproximadamente un minuto como máximo, mientras que los recuerdos a largo plazo permanecen toda la vida. Por tanto, la memoria a corto plazo es rápida, manipulativa y fugaz, mientras que la memoria a largo plazo es persistente, duradera y holgadísima en cuanto a su capacidad. Por tanto, la capacidad de memoria a corto plazo es tan pequeña, que las investigaciones más recientes sugieren que solo somos capaces de retener no más de cuatro datos en cualquier momento dado. “Para que nos entendamos, si pedimos a una persona que memorice una lista de palabras cualquiera, lo normal es que sea capaz de recordar no más de cuatro. Esta afirmación se basa en los resultados de numerosos experimentos en los que se pidió a los participantes que recordaran palabras o ítems de una lista que se les había enseñado con anterioridad, y de las que como promedio, lograban recordar solamente cuatro con un mínimo de certeza”, apunta el neurocientífico.