Procrastinar significa no hacer caso al famoso dicho de “lo que puedas hacer hoy, no lo dejes para mañana”, y puede que te hayas descubierto haciéndolo en más de una ocasión. Es una actitud que se camufla entre la rutina y hace que posterguemos para después cuestiones que podemos hacer ahora. Y lo hacemos sin una aparente negación, sino enredados en otras labores como leer el correo, realizar llamadas o cualquier otra cosa antes de enfrentarnos a la tarea que realmente tenemos encima de la mesa y que va volviéndose más y más urgente según pasa el tiempo.
De forma general, esta actitud procastinadora se percibe como un impedimento para avanzar y vivir sin temores en el trabajo o en un entorno doméstico. Porque tarde o temprano el plazo se cumple o alguien evidencia que no hemos cumplido con nuestra obligación, y es entonces cuando, además del tirón de orejas, nos tenemos que enfrentar hacer algo que se presuponía sencillo en menos tiempo y con más presión de la que podríamos haber tenido en un primer momento.
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¿Pereza o creatividad?
Por todo eso, la procrastinación se asocia a cierta pereza, aunque no acabe de expresarse de forma verdaderamente consciente. Se supone que si no haces lo que se te ha encomendado o de lo que te has responsabilizado, es porque no estás cumpliendo con tu obligación. Pero ¿y si procrastinar fuera positivo?
Según Jihae Shin, investigadora de recursos humanos de la Universidad de Wisconsin (EE.UU.), procrastinar no tiene por qué ser una respuesta negativa de nuestro subconsciente, sino que se trata más bien de una petición de nuestro ánimo para encontrar la forma de ser más productivos y creativos.
Shin realizó un experimento con una serie de voluntarios, a los que pidió que entregaran una serie de ideas para un proyecto ficticio. A un grupo se les pidió que se pusieran a trabajar inmediatamente, y a otro grupo se le concedió un plazo más amplio, permitiéndoles ocupar un tiempo con juegos libres y actividades lúdicas no relacionadas con la tarea que debían realizar.
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Según Shin, las ideas que entregaron el equipo “procrastinador” tuvieron un valor más creativo que las que fueron elaboradas por el grupo que se puso a trabajar de forma inmediata. Quienes jugaron, según Shin, tuvieron tiempo de dejar crecer sus ideas y por tanto fueron más creativos.
Jihae Shin explica que cuando abordamos las tareas siguiendo una agenda muy rígida, no permitimos a nuestra mente abrirse a nuevos enfoques y a replantear cuestiones que creemos elementales pero que pueden convertir una tarea rutinaria en una labor renovada, tan solo aplazando un poco su desarrollo. Divagar, ocupar la mente en otras cuestiones o en la pura pérdida de tiempo son acciones que, según Shin, pueden ayudar a potenciar nuestra creatividad.
Las prisas no son siempre buenas
Otro enfoque distinto pero que ha llegado a una conclusión similar es del profesor psicología de la Universidad de Pensilvania (EE.UU.), Adam Grant. Él se ha considerado siempre un pre-crastinador, es decir: que pretende finalizar las tareas incluso antes del plazo en el que le son requeridas. Y, sin embargo, trató de actuar de forma inversa, ser un procrastinador artificial y probar qué se estaba perdiendo.
Lo que descubrió Grant tiene mucho que ver con lo expuesto por Shin. Grant descubrió que al aplazar las tareas al máximo, estaba dándose un tiempo valiosísimo para pensar en ello y para dejarse sorprender por “las musas”, porque uno de los problemas de quienes atajan la tarea de forma veloz es que, una vez iniciado un trabajo, no suele haber tiempo ni espacio para replantear cómo se hacen las cosas y por qué. Según Grant, su experiencia procrastinando le ayudó a romper cierto hechizo que le convertía en un robot y se dotó de cierta creatividad, que es, según él, el gran premio de la procrastinación.
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