Existe un desarrollo teórico que sostiene que el vínculo extremo que existe entre madres e hijos está relacionado con nuestra capacidad para mantenernos erguidos. Esta teoría, que se remonta a los anales de la evolución humana, explica que el hecho de que el homínido comenzara a caminar erguido nos dio una ventaja gigantesca con respecto al resto de los animales, pero conllevó que la pelvis tuviera que estrecharse y con ella, el canal del parto, por lo que este conducto dejó de ser lo suficientemente amplio como para que el niño circulase por su interior. Esto hay que unirlo al hecho de que al crecimiento paulatino del tamaño del cerebro del feto sólo tenía una solución para la naturaleza: que el feto naciera prematuro. Y es lo que ocurre, nacemos prematuros.
De ahí que, a diferencia de las crías de otras especies de animales, el ser humano no sea capaz de caminar o de desplazarse por sí mismo nada más nacer. Según algunos biólogos, tendríamos que permanecer un año más en el vientre de la madre y poder caber en el canal del parto para equipararnos a los animales que, a las pocas horas de nacer, ya pueden desplazarse por sí mismos.
Sin embargo, "un ser prematuro es un ser absolutamente indefenso y por eso necesita el cuidado de dos", advierte Eduard Punset al referirse a este tema. Esto generó que la naturaleza dotase a la especie humana de un software para evitar que la madre abandonase a sus hijos en el momento del nacimiento. Este vínculo extraordinario entre madre e hijo es lo que ha permitido que la especie humana sobreviva y es el origen de que la madre sea incluso capaz de dar su propia vida por su hijo.
¿Qué es el instinto maternal?
La psicóloga Montse Barnils explica que “el fuerte vínculo que se produce con el hijo a través del proceso de gestación y la posterior relación de apego y protección hace que muchas madres sientan al nuevo ser como ‘una parte de ellas’. Esta fuerte unión va cambiando de matiz durante las diferentes etapas del desarrollo, pero hay un nexo, una conexión que perdura en la madre y que la lleva a ser capaz de dar la vida por su hijo”.
Es el instinto maternal. A nivel general, el instinto maternal se define como el deseo de ser madre, y el empeño por cuidar, proteger y defender al bebé. Más concretamente, este instinto es una condición psicológica que implica el sentimiento de una mujer para abrirse al proceso de crianza y la necesidad de realizarse en el sentido de persona, de desarrollo, de crecimiento, de futuro, así como una proyección de sentimientos de autorrealización a través de la maternidad. Así lo explica esta psicóloga clínica.
“Por ser mujer, se posee una condición –biológica- que capacita para tener hijos, pero cada mujer decide si accede o no a esta condición. Cuando una mujer decide ceder a este instinto maternal se coloca a un segundo plano para entregarse al hijo”, añade. La experta hace hincapié en que todo vínculo afectivo se crea, se va construyendo, no nace.
El apego, ese vínculo afectivo entre madres e hijos
“El vínculo más importante en el desarrollo humano es el que une al niño con su madre o con quien desempeñe este rol. Se trata de una relación emocional perdurable con una persona específica que produce seguridad, contención, agrado y placer, y que su posible pérdida evoca una intensa angustia”, asegura Montse Barnils. Esta especialista explica que este vínculo marcará la conducta de apego del individuo en sus diferentes etapas vitales y en la forma de establecer sus relaciones posteriores con los demás. “Una relación sólida y saludable con la madre se asocia a una alta probabilidad de establecer relaciones saludables con otros”, indica.
Por su parte, la madre desarrolla un lazo afectivo indestructible con su hijo. Ella es quien tiene la oportunidad de disfrutar del bebé desde el embarazo. “A partir de que se produce la concepción comienza a tener lugar la relación simbiótica entre madre e hijo. Dicha relación es un proceso que se gesta desde que la madre lleva a su hijo dentro y se prolonga los primeros meses de vida. Lo alimenta, lo calma, lo abraza, le brinda cariño y afecto, todo esto se traduce en términos de un adecuado sostenimiento tanto físico como psicológico. Esto implica una relación de dependencia, donde madre e hijo no se reconocen como dos individuos, sino uno en función del otro. Esta dependencia radica en que la madre siente que su hijo la completa, es objeto del deseo del hijo y el hijo siente que es todo para la madre”.
La paternidad, un vínculo que también es único
A medida que el bebé crece, comienza a reconocerse como algo diferente de su madre y genera vínculos sociales. En este ambiente es esencial que se genere un sólido vínculo de confianza y afecto también con el padre. “El papel del padre es tan importante como el de la madre. Las funciones del padre y de la madre son diferentes y el hijo necesita a los dos para su equilibrio: la madre introduce al hijo en el mundo de los afectos, en la esfera íntima; el padre proporciona independencia, le abre al mundo exterior. El padre da un aliento psicológico al hijo que éste va notando día a día”, comenta Barnils.
Esta experta describe la paternidad como el proceso psicoafectivo por el cual un hombre realiza lo necesario y lo que concierne a concebir, proteger, aprovisionar y criar a los hijos. “La paternidad es el proceso complementario e interdependiente a la maternidad que contribuye al desarrollo y crecimiento físico y emocional del niño”, detalla.
Según la psicóloga, los primeros años de vida y la experiencia que en ellos vivamos sobre la vinculación y el apego con las figuras paternas serán de vital importancia en la creación de la identidad del bebé. La relación establecida entre madre/padre-hijo sentará las bases de quiénes seremos y de cómo nos interrelacionaremos con el mundo y el resto de las personas que nos rodean. Todas las funciones mentales, desde cómo manejar las emociones, la propia valoración, la capacidad de pensar, la capacidad de estar consigo mismo, la creatividad… tendrán relación con el buen funcionamiento de dicho vínculo.