Supuestamente, no somos solamente nosotros, sino 'nosotros y nuestras circunstancias'. Es decir, que no llegamos a este mundo así sin más, sino que lo hacemos arropados e influidos por todo lo que han sido y hecho nuestros antepasados. El protagonista de esta historia —con permiso de Tony Duquette, al que nos referiremos enseguida, y de la maravillosa, incomparable, especial Dawnridge, una de las mansiones más inauditas de los Estados Unidos— es Hutton José Wilkinson-Tejada, actual conde de Alastaya, título que fue otorgado a sus antepasados por real decreto de Su Majestad el Rey Carlos III el 10 de octubre de 1769.
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"Es un título español —se explica Hutton—, de lo que me siento muy orgulloso. Don Ignacio Nieto y Roa, militar y noble criollo en el Virreinato del Perú, es el primer conde de Alastaya. Entre mis antepasados se encuentra don Pedro Ladrón de Guevara y Sisa —madrileño—, descendiente del conquistador de Cuzco (Perú) y de una noble familia inca. También, doña Elena Hurtado de Mendoza Zapata, sucesora de don Sancho de Abarca, el primer Rey de Aragón, por citar solo algunos ejemplos".
Ciertamente, la lista de nombres ilustres y aristocráticos en su familia es extremadamente larga y, quizás, no deberíamos olvidar a don José Luis Tejada Sorzano, octavo conde de Alastaya, su bisabuelo. Abogado. Congresista. Presidente del Senado y finalmente Presidente de la República Boliviana (1934-1936). Fue, por lo que parece, un buen gobernante, "pero un pésimo hombre de negocios. Estos ancestros míos eran cultivados, cosmopolitas, con títulos emblemáticos. Educados en París y Londres, con diplomas universitarios de la Sorbona y Oxford. Muy ricos, vivían en mansiones, rodeados de objetos maravillosos… Pero poco prácticos. Era otro mundo aquel. Yo no heredé su fortuna y sí la pasión por las cosas bellas… pero esa es otra historia. Volviendo a mi bisabuelo, un día decidió que sus hijos debían educarse en Europa y, de camino, pararon en nueva York. En el hotel Plaza. Cuando se aburrieron, se dijeron: 'Vayamos a California a ver ‘indios y vaqueros’'. Se dieron cuenta de que 'solo' existían en las películas, descubrieron Hollywood y acabaron comprando una gran casa en Beverly Hills. Pero llegó el 'crack' de 1929 y don José, que había invertido la herencia de sus hijos, se arruinó. Por suerte, quedaba el dinero de la bisabuela y, gracias a él, fueron a los mejores colegios. Se 'convirtieron' en norteamericanos y ya no quisieron regresar a Bolivia".
"Se casaron con norteamericanas/os y es entonces cuando empieza la nueva sección de la familia, comenzando con mi abuelo y mi padre, ambos prestigiosos arquitectos. Vivíamos en una casa fabulosa. Con una mezcla decorativa extraordinaria, procedente de cuatro mansiones anteriores (por parte de padre y madre), llena a rebosar de libros de historia, decoración, arquitectura, etcétera, que otros arquitectos amigos venían a consultar. Todo ello influyó positivamente en mi formación. Así que, un día, leí un artículo en el periódico 'Los Angeles Times Home' sobre Tony Duquette. En él aparecía fotografiado en su estudio, sentado en un trono que había pertenecido al palacio de Chapultepec, en México, vestido con ropajes de cardenal, rodeado de madreperlas y cristales. Me impresionó tanto que le dije a mi padre, que estaba junto a mí, sentado en su sillón: 'Esto es lo que me interesa'. A lo que él respondió: 'Creo que estás cien por cien loco'".
Hutton tenía solo 13 años y no hizo caso de la respuesta de su padre. Él solo veía en Tony al gran artista que era. Pintor. Escultor. Diseñador de vestuario y escenarios en películas de MGM de Fred Astaire y, especialmente, de Vicente Minnelli, de cuya hija Liza era padrino. De musicales como Camelot en Broadway, donde fue recompensado con un Tony (el equivalente al Oscar en cine). Decorador de los duques de Windsor, Doris Duke, J. Paul Getty, Elizabeth Arden… Era definitivamente un personaje emblemático y original. "¡Mi ídolo! Pregunté insistentemente a los amigos de mis padres que venían a sus fiestas si podían presentármelo, pero ellos no se atrevieron a entrometerse. Por fin, mi profesora de Arte, con la que me llevaba muy bien y con la que jugaba a '¿Cómo lo decoraría Tony?', se enteró de que buscaba ayudantes. Me presenté en su estudio".
Hutton tenía 17 años. Duquette, unos 63. Para probarle, quiso que le acompañara a visitar una casa que había decorado. Al salir le preguntó: "¿Qué te parece? Muchos piensan que es rara". Hutton contestó sorprendido: "A mí no me parece nada rara". Duquette asintió, sintiendo que aquel chico le entendía, y le contrató por el escaso salario de 50 dólares cada dos semanas. Ese mismo día, Hutton abandonó el colegio. "Tras tres años trabajando con él, anunció un aumento de sueldo: cinco dólares la hora. Lo rechacé: 'No, gracias, creo que puedo arreglármelas mejor solo'. Empecé entonces a ganar mucho dinero. Coincidió con el gobierno de Jimmy Carter y una inflación galopante. Comprabas… digamos una cómoda francesa del XVIII por 500 dólares y al día siguiente costaba ya 5.000. Se podía hacer una fortuna". Sin embargo, ganar una fortuna no era todo lo que le interesaba a Hutton. Echaba de menos la colaboración con Duquette y, cuando este se le aproximó de nuevo, aceptó. Esta vez como partner. Socios. De igual a igual. Dólar por dólar.
"Tony empezaba a tener ya una edad avanzada. Le ofrecían proyectos magníficos, pero era demasiado trabajo para él, así que lo hacíamos juntos. El espectacular apartamento en el palacio Brandolini, frente al Gran Canal de Venecia, para los millonarios John y Dodie Rosekrans, de San Francisco, fue legendario... por citar alguno, y por supuesto, las joyas, que, desde el primer momento, fueron mi creación".
Las fabulosas joyas en oro, piedras preciosas y semipreciosas son extraordinarias en tamaño y en esplendor. Hutton empezó con ellas a los 17 años, con, curiosamente, un artista-joyero de 17 años también que trabajaba con el gran David Webb. Aún siguen colaborando. Tienen mucho éxito con celebridades, diseñadores de moda (Tom Ford, Gucci...) y, por supuesto, con mujeres. Muy ricas, porque, claro, no son baratas, pero sí muy especiales. "Tony muere en el 99 y su esposa, la artista Elizabeth 'Beegle' Johnstone, cuatro años antes. 'Dawnridge' iba a ser derruida y yo no podía permitirlo, así que la compré. Añadí dos terrenos más, desarrollé los jardines, el palacete indio y construí el lago. Más tarde, en honor a mi esposa, la 'Casa de la condesa'. Hoy, aunque la empresa lleva su nombre —para continuar con su legado—, yo soy el único dueño y su director creativo. Ha sido una sucesión muy fluida porque teníamos mucho en común, aunque él era esencialmente un artista muy original y a mí me interesa más la arquitectura y la evolución del diseño".
Esta casa ha visto pasar a innumerables personajes. Del antiguo Hollywood (Mary Pickford, David O. Selnick), de la realeza (la princesa Grace de Mónaco o los duques de Windsor…) o de la moda (John Galliano, Oscar de la Renta...). Las parties de Tony eran famosas y las de Hutton también, aunque en los últimos años sus múltiples proyectos en todo el mundo no le permiten hacer tantas fiestas como le gustaría. Eso le da un poco de tranquilidad a su musa, su esposa, la condesa de Alastaya, Ruth, con quien lleva toda una vida.
"Efectivamente. Nos conocimos en la clase de Historia en el instituto. Me pareció estupenda y muy inteligente. Fue fulminante. A los 18 años nos fuimos a vivir juntos y a los 24 nos casamos. Es más tímida que yo, pero, en cambio, es un genio con los números y la que lleva la parte del negocio de la empresa. No podría vivir sin ella". Definitivamente, Ruth es uno de sus dos amores. El otro es Dawnridge y el legado que está ayudando a conservar y desarrollar, gracias a su relación socioprofesional con uno de los artistas más interesantes del siglo pasado, y del que se ocupa incansablemente para que no desaparezca, continuando con trabajos alrededor del mundo, en Los Ángeles, Nueva York, Palm Beach, Tailandia, París, Venecia o Arabia Saudí.