am lie de kerchove de denterghem y wolfgang zichy de v sonke © CÉSAR VILLORIA

El matrimonio de arquitectos se conoció en Bruselas y están especializados en recuperar edificios en ruinas

Amélie de Kerchove de Denterghem y Wolfgang Zichy de Vásonkeö, ‘salvadores’ del patrimonio histórico, nos reciben, con sus cuatro hijos, en su palacete a las afueras de Estoril

La mansión, de estilo colonial, mezcla ‘art nouveau’ y ‘arts and crafts’, tiene mil metros cuadrados y fue construida en 1918. ‘Ya incluso antes de verla por dentro sabíamos que queríamos comprarla’


1 de abril de 2022 - 9:01 CEST

Ella, Amélie de Kerchove de Denter­ghem, es belga. Él, Wolfgang Zichy de Vásonkeö, también. Son marido y mujer. Ambos son arquitectos y tienen un objetivo: “Rescatar edificios y patrimonio antiguo”. Trabajan para recuperar aquellos inmuebles que, debido a la situación económica, el descuido, la falta de interés y un sinfín de razones, terminarían derruidos. Después de un año sabático en Argentina, en 2011, con sus cuatro hijos —el pequeño todavía un bebé—, decidieron instalarse en Lisboa. Era finales de 2012, el país estaba en plena crisis, lo mismo que muchos de sus edificios. Algunos les dijeron que estaban locos, pero ellos no los escucharon. Hoy son reverenciados, porque, en un lugar tan hermoso como es Portugal, han conseguido, edificio a edificio, proyec­to a proyecto, devolverles su antiguo esplendor. Esta es su historia actual.

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© Hola

“Mi marido suele contar de broma —dice Amélie riendo— que llevó a toda la familia primero a Argentina para ‘influirles’ y convencerlos de vivir en Portugal, lo que era su sueño desde hacía mucho tiempo, su ‘magdalena de Proust. Ambos estudiaron Arquitectura y se graduaron con honores, pero no en la misma universidad. Sin embargo, como Bruselas es una ciudad pequeña, tenían amigos en común y así empezó su historia de amor, que acabó en boda en 1998. “Sí, nos conocimos de estudiantes —recuerda Wolfgang— y, como no íbamos al mismo centro, pudimos ayudarnos en los trabajos cuando nuestras fechas de entrega coincidían. Es algo muy común en Arquitectura. Te dan tantas maquetas y otros mil proyectos que hacer que estás desbordado, así que se suele echar mano de amigos y compañeros para que te ayuden. Así empezamos a trabajar juntos… y así comencé a apreciarla en todos sus aspectos”.

Ambos están emparentados con grandes familias europeas: el padre de ella era el conde Jean-Claude de Kerchove de Denterghem, un apellido que se remonta al siglo XIV, y él es bisnieto del conde Pablo Teleki, reconocido geógrafo y dos veces primer ministro
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Arriba, fachada posterior de la casa, de estuco y piedra, y su piscina. Se trata de una cons­trucción ‘art nouveau’ de 1918. El interior, con sus frescos y vidrieras, se ha inspirado en el ‘arts and crafts’ británico. Cuando la pareja adquirió el palacete, en 2014, se encontraba en muy mal estado. Tardaron un año en restaurarlo, conservando gran parte de los elementos originales.

“Cuando el proyecto era suyo —añade Amélie—, yo era “su pequeña mano”, su asistente, y él, como jefe del proyecto, lo dirigía. Cuando era mío, yo era la jefa y él me ayudaba”. Empezaron así, casi sin darse cuenta, a tener la costumbre de trabajar juntos. Wolfgang tiene una visión más general, se ocupa más de la escenografía, cómo el proyecto se va a organizar, y Amélie está más en los detalles, en las terminaciones, en cómo entra la luz y lo cambia todo. “Nos complementamos muy bien y siempre trabajamos juntos. Cada uno en su parcela, pero siempre partimos de una dis­cusión inicial y nos tenemos al corrien­te constantemente”, comenta Amélie.

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La familia al completo: Amélie y Wolfgang con sus hijos (de izquierda a derecha) László, Léon, Gábor y Julia.

La preocupación por la recuperación de edificios nació en ellos muy pronto. Durante años, en Bélgica no se tuvo ningún cuidado con el patrimonio. Bellas mansiones y edificios nacidos especialmente bajo el reinado de Leopoldo II, a finales del XIX y principios del XX, cuando el país prosperó en gran medida, fueron poco a poco abandonados y luego demolidos por su estado ruinoso. Eso influyó en sus vidas. “Como ocurre con frecuencia —explica Wolfgang—, cuando algo dramático acontece, se produce una reacción de efecto contrario. Entonces, de pronto, todo el mundo empezó a preocuparse por la conservación —de lo poco que estaba quedando ya— y se crearon leyes. Nosotros enseguida, ya en Bruselas, comenzamos a recuperar casas art nouveau y nos emocionó hacerlo”.

Antes vivían en Bruselas y, después de un año sabático en Argentina, en 2011, con sus cuatro hijos —el pequeño todavía un bebé—, decidieron instalarse en Portugal, donde Wolfgang había vivido un año cuando era niño
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Arriba, vista de una parte del ‘hall’, donde posan madre e hija (más abajo). A la izquierda, el comedor, y a la derecha, uno de los salones. Los arcos y escayolas recuerdan al estilo de las construcciones coloniales portuguesas. Abajo, la sala de música, con salida a una de las terrazas. La casa consta de cuatro plantas. En esta están los salones, el comedor, la biblioteca, la sala de música, el despacho y la cocina. En la primera, los dormitorios principales y de invitados. En el resto, las habitaciones de los hijos.

“Y cuando estábamos ya bastante organizados, uno de los dos, posiblemente Wolfgang, insinuó lo del año sabático, o a lo mejor se nos ocurrió a los dos al mismo tiempo, ya no lo recuerdo. Solo sé que fue una muy buena idea eso de irnos a pasar un año todos juntos a Argentina”, dice Amélie. La familia de Wolfgang son aristócratas desde hace generaciones y hay en ella una mezcla de distintas nacionalidades: húngara, griega, alemana, belga, holandesa, italiana….

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Su bisabue­la era la condesa Hanna Bissingen y su bisabuelo, Pablo Teleki, que fue primer ministro dos veces en Hungría y que era, además, un extraordinario y reputadísimo geógrafo que viajo por todo el mundo y realizó trabajos tan importantes como el encargo de la Sociedad de Naciones para participar, en 1925, en el trazado de la frontera turco-iraquí, estudio que fue considerado modélico. Por todo ello, la idea de los viajes la llevaba ya en la sangre. “Mi familia tuvo que huir de Hungría cuando las cosas empezaron a ponerse difíciles para ellos y, tras la Segunda Guerra Mundial, vivieron en diez países diferentes, hasta que acabaron en Bélgica, donde mi padre conoció a mi madre”, recuerda Wolfgang.

“Somos muy felices en Portugal, es ya “nuestra casa”. Además, como en Bélgica ya está casi todo “recuperado” y aquí aún hay mucho que hacer, es estupendo que podamos contribuir a su mejora”
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El matrimonio frente a una composición de espejos comprados en un anticuario de Knokke, Bélgica. Amélie viste un vestido de los diseñadores de alta costura portugueses Manuel Alves y José Manuel Gonçalves.

“Pero —continúa Amélie—, tras un fantástico año en Argentina haciendo amigos y aprendiendo el idioma, decidimos volver, uno, al trabajo, y dos, a Europa, cerca de la familia”. Y ahí surgió un pequeño conflicto. Era 2012. Aunque les encanta Bruselas, querían un clima más cálido. Amélie proponía España por su sol y por sus gentes alegres, pero Wolf­gang tenía una especial predilección por Portugal, donde había vivido un año, cuando tenía diez, con su padre.

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Arriba, el salón, con butacas de Søren Willadsen y sofá de Marie’s Closet. La mesa de centro es ‘vintage’, de los años sesenta. En la pared, a la izquierda, la foto ‘Amélie bailando’, de Christophe Apatie. Abajo, el ‘hall’ y la escalera que comunica con el primer piso.

“Wolfgang tenía muy bonitos recuer­dos de esa época, pero yo no lo tenía tan claro. El país estaba en plena crisis. Los portugueses son estupendos, pero no tan abiertos como los espa­ñoles. La ciudad estaba en muy mal estado, con inmuebles destrozados, y pensé que no íbamos a encontrar mucha diversión y, además, tendríamos dificultades para trabajar”. “Pero resultó que no —continúa Wolfgang—. Prácticamente todo el mundo nos decía que estábamos locos, pero decidimos intentarlo y estamos felices de haberlo hecho”.

La primera oportunidad

La parte buena de la crisis es que se podían encontrar maravillosos edificios, prácticamente en ruinas, pero con vistas extraordinarias o un gran potencial si sabías entenderlo, que se podían comprar por muy poco dinero. Y recordemos, el matrimonio es especialista en recuperar edificios. Pronto se les empezaron a presentar oportunidades. “La primera —recuerda Wolf­gang—, quizá, la Distillerie, que descubrimos incluso mientras aún vivíamos en Argentina. Un edificio de dos mil metros que había sido una antigua destilería de alcohol en 1920. Nos costó mucho tiempo y energía comprarlo porque los dueños tenían un lío con la herencia y, luego, varios años más para conseguir los permisos de reconstrucción”.

“Mi familia tuvo que exiliarse de Hungría tras la Segunda Guerra Mundial y vivieron en diez países. En Portugal, en los años sesenta, coincidieron varias familias reales. Mi padre era amigo del Rey Juan Carlos”, dice Wolfgang
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Arriba, el comedor, presidido por una mesa diseño de la pareja. Las sillas de hierro y mimbre fueron hechas por el abuelo de Wolfgang. La lámpara del techo es ‘PH Louvre’, de Louis Poulsen. Los cuadros son proyectos de ‘tapisserie’ de los años sesenta, también del abuelo de Wolf­gang, para ser realizados en Portalegre. En la imagen, a la derecha, flanqueada por una hermosa vidriera ‘art déco’ que da al jardín, la moderna cocina, concebida enteramente por nuestros anfitriones para su empresa, AZ Architecture. A la derecha, vajilla de Vista Alegre. La cubertería de plata es de la familia de Amélie y lleva grabado el escudo de la familia Kerchove. La cristalería es de Bohemia.

Hoy es el lugar de moda de la ciudad. Fue pensando originalmente para hacer fiestas, porque es lo que le encanta hacer a este matrimonio, y tras la renovación, conservando mucho de su carácter y de sus antiguos elementos, es para lo que hoy sirve. De bodas y eventos de todo tipo. Mira al río y está en plena ciudad. Es su lugar preferido. “Algo más tarde, cuando ya estábamos instalados —prosigue Amélie— y con nuestra empresa de arqui­tectura en actividad, decidimos que queríamos vivir en el centro de Lisboa, con jardín. No encontramos nada, pero resulta que nuestra hija, Julia, se matriculó en Oeiras International School y empezamos a frecuentar más toda la zona. Ya incluso antes de verla por dentro sabíamos que queríamos comprarla”.

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Fabulosa vista de la escalera de madera de la mansión. En ella se puede apreciar el gran trabajo de recons­trucción de la pareja de arquitectos. Las lámparas son del siglo XX. Abajo, baño principal, con vitrinas restauradas por la pareja. El gran espejo, del siglo XIX, es una herencia familiar.

Se trata de una mansión de estilo colonial, una mezcla entre art nouveau y arts and crafts, de mil metros cuadrados, con un terreno de mil quinientos, en pleno centro de la ciudad. Fue, hace un siglo, una casa de verano de una familia cuando Lisboa quedaba ‘lejos’ y porque, además, estaba cerca del mar. “No fue fácil conseguirla y, al tiempo, sí lo fue —cuenta Wolfgang—. No solo nos decidimos rápidamente, sino que incluso ya sabíamos cómo íbamos a decorarla. Pero pertenecía al banco y, al final, como no avanzaba el asunto y, pese a que nos habían dado su palabra, seguían enseñando a posibles compradores, nos presentamos en las oficinas la víspera de irnos de vacaciones. Llegamos a un acuerdo y nos dijeron: “Perfecto, en tres días firmamos”. “No, no, ha de ser ahora —contestamos—, porque nos vamos”. Milagrosamente, lo conseguimos, y hoy me siento tremendamente agradecido de poder vivir en esta maravillosa morada”.

“Nos encanta esta casa. Planeamos la idea general juntos, por supuesto, pero el día a día, los detalles, las decisiones cotidianas…, han sido obra mía”, nos cuenta Amélie
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Arriba, el dormitorio principal. La cama italiana de madera es del siglo XIX. Sobre el pequeño sofá, una pintura religiosa del siglo XV. Abajo, una simpática foto de Amélie y su hija, Julia.

Nos encanta esta casa. Como en el momento en que la compramos —continúa Amélie— estábamos muy ocupados con nuestro estudio de arquitectura, decidimos que Wolfgang se encargaría, sobre todo, de concebir los muchos proyectos que teníamos entre manos desde la oficina en Lisboa y yo estaría aquí todos los días. Planeamos la idea general juntos, por supuesto, pero el día a día, los detalles, las decisiones cotidianas..., han sido obra mía”. Sus hijos adoran —es difícil no hacerlo— esta mansión. Julia, la mayor, de veintiún años, estudia en Bruselas. “Es simpática y guapa —según su madre— y algo introvertida, como su padre”.

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Arriba, ‘casual lunch’ junto a la piscina. Abajo, la casita de las barbacoas, que reúne utensilios de la experiencia de su año sabático en Argentina.

László, de dieciocho, acaba de terminar el colegio y ha empezado Comercio Internacional. Léon está aún en la escuela, es un gran deportista, le encanta el surf y es un alumno muy aventajado. Gábor, el pequeño, es fabuloso, porque, cuando le interesa algo, se concentra en ello con gran disciplina. Durante el confinamiento, mientras sus hermanos estaban pegados al ordenador, él decidió autoaprender gimnasia acrobática y eran las diez de la noche y aún seguía dando volteretas hacia atrás en el jardín de la casa.

“Somos muy felices en Portugal —concluye Amélie—. Es ya “nuestra casa”. Además, como en Bélgica ya está casi todo “recuperado” y aquí aún hay mucho que hacer, es estupendo que podamos contribuir a su mejora”. “Es un gran placer vivir en un lugar que te gusta, en un país que te gusta y poder salir de casa cada mañana feliz hacia un trabajo que te gusta”, añade Wolfgang.

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Arriba, l familia, en las escaleras de la entrada principal. Julia y László, en primer plano; luego Léon, y por último, Wolfgang, Gábor y Amélie. Abajo, vista aérea del ‘casual lunch’.

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