Es una persona tan importante en Francia que tiene su propia figura en el museo de cera Grévin de París. Pero ella no le da importancia. Es una diseñadora tan rompedora que gracias a ella podemos llevar pantis de encaje y de diseño y no solo de un aburrido color carne. Pero ella, que compraba medias negras, que en su época solo vendían a las monjas, cree que su idea fue tan solo una evolución, consecuencia de su trabajo creativo. En fin, Chantal Thomass, la diseñadora de moda (y otras muchas cosas más) que fue pionera en el prêt-à-porter y revolucionó la lencería, es una de las pocas creativas que en los últimos treinta años del siglo XX transformaron el estilo de la gente joven.
Chantal Thomass abandona su mirada sobre algunos de los múltiples objetos diseñados por ella en su gran apartamento parisino y comienza a recordar. “Mi madre era modista (couturière). Dejó de serlo profesionalmente cuando yo nací. Soy hija única y me recuerdo con cuatro o cinco años teniendo una opinión muy clara sobre lo que me gustaba. A los doce ya escogía las telas para los modelos que me confeccionaba mi madre. A los dieciocho vendí mis primeras creaciones”.
Carla Bruni y Eva Herzigová desfilaron por primera vez con ella. “Carla tenía diecisiete años y vino con su madre. Ya poseía un encanto increíble y una forma de moverse sensual. Entre cambio y cambio de ropa… ¡cantaba!”
Había conocido a su novio —más tarde, marido y futuro presidente de su empresa— a los quince años. Bruce Thomass, un año mayor. Artista. Él dibujaba en las telas, ella diseñaba los modelos y se los ponía, básicamente porque le gustaba ir a bailar a la discoteca y ser diferente. “Entonces no había ropa para jóvenes —hablo de principios de los setenta—. Todo era muy aburrido. Cada vez que salía con uno de mis modelos, la gente me decía: “Es bonito eso que llevas. ¿Dónde lo has comprado?”. “Lo he diseñado yo”, les respondía con orgullo. Así las cosas, decidí un día visitar Dorothée Bis”.
Dorothée Bis era entonces la boutique más in para gente de su edad. Venciendo su timidez —y cargando un cesto de mimbre muy al gusto de la época— presentó un vestido. Gustó. Le encargaron más. Luego, se animó a ir a Saint-Tropez y, en la boutique del Café des Arts, le compraron tres. “Era una túnica en muselina de seda con grandes flores pintadas por Bruce. Brigitte Bardot compró uno. Michèle Mercier, que era famosísima, otro, y salió con él en la portada de la revista “Jour de France”. Por fin, Milène Demongeot, el tercero. Me encargaron veinte más. Me dije: “Esto es a lo que me quiero dedicar”, y, como tenía veinte años, para celebrarlo, pasamos dos meses de vacaciones en la ciudad”.
Situado en el prestigioso distrito VIII de París, está totalmente decorado por Chantal con objetos, muebles, lámparas y prototipos de diseños realizados por ella
Así empezó todo. Chantal diseñaba. Unas modistas se los confeccionaban y, luego, los dos vendían el producto. Resultaba fácil y divertido. Tenían una pandilla que haría historia: Jean-Charles de Castelbajac, Kenzo Takada, Claude Montana, Thierry Mugler e incluso Jean-Paul Gaultier y Azzedine Alaïa. “Éramos superamigos, nos ayudábamos, íbamos juntos a todas partes a desfilar. Al principio compartíamos habitaciones en hoteles baratos. Más tarde, cuando empezamos a ser conocidos, nos invitaban a un desfile en el mejor hotel y en primera clase. ¡La gran vida! Hasta que todos necesitamos dinero para poder crecer y nos ligamos a empresas que nos ayudaron, pero limitaron nuestra creatividad. Supongo que tenían que contentar a los accionistas…”.
Sin embargo, en una osadía para la época (1976), ya había hecho desfilar a una modelo con un corsé gris de franela y una camisa blanca. Con el paso del tiempo, decidió ser más atrevida. ¿Por qué no corpiños y ligueros? “Mis diseños son “traviesos”, sin caer en la vulgaridad. Algo inédito en un desfile de prêt-à-porter. Éramos pocos los nuevos diseñadores entonces y la prensa empezó a sacar fotos de mis modelos con la lencería, obviando el resto. Fue una revolución. Comencé a ser muy copiada. Luego apareció el panti, al tiempo que la minifalda. Pero eran de color carne y muy aburridos. Yo los imaginaba negros y de encaje. En Francia nadie quería fabricarlos. Me decían: “Eso no va a funcionar jamás”, así que tuve que ir a Alemania y la firma Wolford accedió. Era 1979. Los puse a la venta en mi boutique, la prensa se hizo eco y las colas de clientes comenzaban a las siete de la mañana… Un éxito rotundo”.
La diseñadora tiene dos hijos y ha estado casada en dos ocasiones. En Cap Ferrat, uno de los lugares más exclusivos de la Costa Azul, conoció a su actual marido, con quien lleva veinte años de matrimonio
Pero, a veces, el éxito puede hundirte, y Chantal tuvo que recurrir a un socio inversor. Llegaron los japoneses de World y la tranquilidad económica, pero también los viajes continuos y la culpabilidad de dejar a sus hijos —Louise, que entonces tenía cinco años, y Robin, de uno— con la abuelita y una fantástica nanny. También, tras veinticinco años de matrimonio, llegó la separación de Bruce y, como consecuencia, ser madre soltera con un trabajo que requiere una enorme dedicación.
“Pero la vida continúa y, en Cap Ferrat, donde tenía una casa, mientras pasaba las vacaciones de verano con los niños, conocí a Michel. Empezó sutilmente a “tirarme los tejos”, pero, como estaba desacostumbrada, no me enteré. Luego, como le encantan los niños, con mucha inteligencia, los conquistó llevándolos a la playa, comprándoles golosinas… Hasta que un día, mi hijo Robin, que tenía siete años, dijo: “Mamá, ¿estás enamorada?”. “No”, respondí. Y él añadió: “Es muy amable Michel, ¿no te parece?”. Y Chantal, de pronto, lo vio con otros ojos.
“Adoraba a Thierry Mugler, con quien mantuve el contacto y nos veíamos de vez en cuando. Siempre me gustó bailar y juntos hemos cerrado las discotecas alrededor del mundo”
Él se dedica “a los tubos”, según ella. En realidad, a la fibra óptica. Nada que ver con la moda. “Y, cuando no está trabajando, ¡se ocupa de mí!”, exclama entre risas. Desde hace veintisiete años están juntos y los últimos veinte, casados. “Llegó un momento que trabajar con las grandes compañías se hizo pesado, sin libertad. Para mí es difícil no hacer lo que quiero, creativamente hablando, así que aquella vida anterior quedó atrás y me pasé a las colaboraciones. Paraguas, lencería, lámparas, vajillas, muebles, hoteles… Me entusiasma cuando me proponen un proyecto nuevo, estoy siempre abierta. Suelo partir de una pequeña idea y luego dejo libre mi creatividad”.
Su primer diseño se lo vendió, en 1975, a Brigitte Bardot, en una ‘boutique’ de Saint-Tropez, cuando tenía tan solo dieciocho años
Tanta diversidad ha hecho de ella un icono. Su especial look, siempre de blanco y negro, labios en rojo carmesí y ese flequillo que lleva desde los dieciocho años, son su marca de estilo. Y todo ello la ha llevado al museo. Al museo de cera Grévin de París. “El proceso es verdaderamente interesante. Te sientan en una silla giratoria durante dos horas. Frente a ti, unos tres o cuatro artistas te dibujan sin cesar”. Ella sigue en activo —incluso en los primeros meses de la pandemia, que empleó en clasificar su inmenso catálogo—. Sin embargo, algunos de sus compañeros ya no pueden hacerlo.
“Kenzo Takada, a quien quería mucho, murió en octubre de hace dos años. A Jean Charles de Castelbajac lo veo de vez en cuando. Siempre dijo que yo era su “hermana escogida” y él es el hermano que nunca tuve. A Claude (Montana) le he perdido la pista. Y Thierry (Mugler)…, con quien he bailado hasta caer extenuados en todas las discotecas del mundo, nos acaba de dejar. Perdemos con él a un creador extraordinario. Siento una profunda tristeza… Pero, al mismo tiempo, una gran suerte por haberlo conocido. Es triste, pero hay que seguir y tener proyectos que nos inyecten energía, así que yo le estoy dando vueltas a un museo de la lencería. No existe. ¿No sería bonito?”.