La historia de los Grimaldi data de 1297. 652 años más tarde, un 9 de mayo de 1949, el joven Raniero accedió al Trono de Mónaco tras la abdicación de su abuelo, el príncipe Luis II, por problemas de salud. Aquel Raniero, educado en Gran Bretaña, Suiza y Francia, conocía tanto el esplendor de la Europa más aristocrática, como la dureza en tiempos de guerra (de hecho estuvo al servicio del Ejército francés como oficial de artillería durante la II Guerra Mundial).
Desde el momento en el que se puso al servicio de los monegascos, Raniero fue consciente de que para dar vida y luz a esa roca mediterránea era necesario emplearse a fondo en las relaciones sociales y lograr dar representación política a su reino. Así lo hizo. Con su presencia, y su trabajo por hacer de Mónaco un centro de ocio y glamour en la vieja Europa, el nombre del principado fue corriendo de boca en boca. Así, hasta el punto álgido de su fama. Algo tuvo que ver, si no todo, el amor que surgió, tras conocerse en el festival de Cannes de 1955, entre el príncipe y una de las estrellas más consagradas del Hollywood dorado: Grace Kelly. Si aquel primer encuentro tuvo lugar en mayo de ese año, unos meses más tarde fue el Príncipe el que acudió a Filadelfia en fechas navideñas para encontrarse con la que creyó definitivamente la mujer de su vida.
Grace Kelly, en aquel periodo de amor naciente, rodó películas premonitorias de ese final de historia: El cisne, en el que daba vida a una Princesa; o Alta sociedad, su último título antes de dedicarse de lleno a ser Gracia de Mónaco, la Princesa de un pequeño reino europeo, reclamo fundamental para los más chic del momento. La boda, una de las más magníficas de los años cincuenta, tuvo lugar el 18 de abril de 1956. Bajo el nombre de Alteza Serenísima Gracia de Mónaco, la ex actriz y su flamante Príncipe se embarcaron en la aventura de hacer de Mónaco un reino soñado.
En 1957, nació la primera hija de la pareja. Se la bautizó como Carolina Luisa Margarita. Un año más tarde, Raniero de Mónaco vio cómo un varón, Alberto, venía a dar continuidad a los Grimaldi. Aún así, y conocedor de una revuelta historia de su dinastía por la sucesión, optó por una medida revolucionaria: promulgar una nueva Constitución que aclarara todo lo relativo a la sucesión. El Texto, firmado por el Príncipe el 17 de diciembre de 1962, convirtió a Mónaco en una Monarquía hereditaria y constitucional.
Mientras Mónaco se iba empleando a fondo para ser tenida en cuenta en los distintos foros internacionales, la familia Grimaldi iba creciendo. En 1965 nació la más pequeña de las hijas de Raniero y Gracia, la princesa Estefanía.
El esplendor se iba haciendo tangible. Mónaco, mediados los años sesenta, ya era sin duda una plaza fuerte de lujo, negocios y finanzas. Sus casinos, su pasión por el circo, su glamour de bailes a la vieja usanza, con toques modernos llegados de Estados Unidos. Pero no todo podía ser propio de un cuento de hadas.
A Raniero el fuerte, el que gusta disfrutar de la vida buena, le quedaba mucho por sufrir. El golpe más duro, para el corazón del Príncipe, fue la muerte en accidente automovilístico de su esposa. Era el año 1982 y las sombras comenzaban a cernirse sobre una de las familias reales más bellas de toda Europa.
Raniero encajó todos los embistes de la fortuna: las azarosas vidas sentimentales de sus dos hijas, Carolina y Estefanía; la soltería por bandera de su hijo Alberto; la situación irregular de sus nietos con respecto a la Monarquía; su estado de salud delicado. Sin embargo, y a pesar de los años el príncipe cumplió hasta el final con sus cometidos en el balcón, en el baile de la Rosa, en el circo. Murió un mes antes de de cumplir 82 años y tan solo 4 días antes que el Papa Juan Pablo II debido a una “degradación progresiva de sus funciones vitales”.
Tras su fallecimiento y su posterior entierro en la catedral de san Nicolás, no se produjo ningún vacío de poder ni tuvo que instalarse una regencia, pues el príncipe Heredero, Alberto de Mónaco, tomó las riendas del principado y asumió, tal y como hubiera querido el Soberano, las responsabilidades dinásticas con toda naturalidad.