El mundo se despide hoy del papa Francisco, una de las figuras más influyentes de la Iglesia contemporánea. El Santo Padre falleció esta mañana a los 88 años, apenas unas horas después de realizar una última aparición pública que ya se percibe como un gesto profundamente cargado de simbolismo. Ayer, debilitado físicamente, pero sereno y consciente, el Pontífice se asomó por última vez al balcón del Palacio Apostólico para impartir su bendición y compartir unas palabras que hoy cobran un nuevo y conmovedor sentido.
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Frente a una Plaza de San Pedro colmada de fieles que intuían la gravedad del momento, el Papa pronunció una breve reflexión que muchos consideran su testamento espiritual:
“El verdadero ordo amoris que hay que promover es el que descubrimos meditando constantemente la parábola del Buen Samaritano, es decir, meditando el amor que construye una fraternidad abierta a todos, sin exclusión”.
Esa exhortación al amor sin fronteras, enraizado en la compasión activa del Evangelio, resonó como una reafirmación de los pilares fundamentales de su pontificado: la misericordia, la inclusión, y la atención a los más vulnerables. A pesar de su evidente fragilidad, levantó la mano para impartir la bendición apostólica con una fuerza que conmovió incluso a quienes lo habían acompañado durante años.
Horas antes de su fallecimiento, el Papa recibió en audiencia privada al vicepresidente de Estados Unidos, J.D. Vance, en una reunión de alto contenido simbólico y diplomático. El Vaticano emitió un comunicado en el que calificó el encuentro como "cordial" y celebró el compromiso manifestado por la administración Trump para la protección de la libertad religiosa y de conciencia, valores que el Pontífice siempre defendió como fundamentales en cualquier sociedad democrática.
"Hubo un intercambio de opiniones sobre la situación internacional, especialmente en lo que respecta a los países afectados por guerras, tensiones políticas y situaciones humanitarias difíciles, con particular atención a los migrantes, refugiados y prisioneros", señaló el comunicado.
Estas preocupaciones no fueron nuevas. Constituyen parte esencial del magisterio de Francisco, que puso al sufrimiento humano en el centro de la acción pastoral y diplomática del Vaticano. Migrantes y desplazados forzosos, víctimas del olvido y la indiferencia, fueron para él el rostro vivo de Cristo en el mundo contemporáneo.
El comunicado finalizó expresando el deseo de una “colaboración serena entre el Estado y la Iglesia católica en Estados Unidos”, destacando “el valioso servicio a las personas más vulnerables” que presta la Iglesia en ese país. No pasó desapercibido el matiz político de esta última frase, que pareció aludir directamente a las polémicas declaraciones de Vance, quien había acusado recientemente a la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos de estar implicada en el reasentamiento de “inmigrantes ilegales” con fines económicos, una acusación rechazada con firmeza por varios cardenales estadounidenses. La defensa de la Iglesia a su labor humanitaria fue categórica: acoger al extranjero no es una estrategia política, sino un mandato evangélico.
Así, el último día de Francisco estuvo marcado por la fe, la diplomacia, la firmeza moral y una profunda coherencia con sus principios. La imagen del Papa en el balcón —frágil, en silencio por momentos, pero con el corazón encendido en fe y esperanza— quedará grabada en la memoria colectiva de la humanidad. Su bendición final, rodeada de un silencio reverente y una emoción palpable, fue más que un gesto: fue un acto de amor universal.
Con su partida, se cierra un capítulo trascendental en la historia de la Iglesia. Pero también se abre un camino: el de seguir construyendo, como él pidió, una fraternidad “abierta a todos, sin exclusión”. Ese es el legado que Francisco deja al mundo. Y su eco, sin duda, seguirá resonando mucho más allá de los muros del Vaticano.