“La libertad es el perfume que se respira en las calles de Madrid.” Con esta frase, Mario Vargas Llosa, eterno caminante de las letras y del mundo, sintetizaba su amor por una ciudad que no sólo lo acogió, sino que también lo inspiró y lo moldeó. Madrid no fue un simple escenario en la vida del Nobel de Literatura; fue el lugar donde decidió que no sería abogado, sino escritor. Donde la vida, las letras y la libertad se entrelazaron hasta convertirse en hogar.
'El Jute', el bar donde comenzó a escribir
El primer encuentro entre Vargas Llosa y Madrid se dio en 1958. Con apenas 22 años y una beca para cursar el doctorado en la Universidad Complutense, llegó a una ciudad todavía encerrada en sí misma, provinciana. Pero también encontró algo más: una atmósfera literaria vibrante, donde aún era posible seguir los pasos de Pío Baroja o de Pérez Galdós por las aceras. Allí, en un bar modesto de la calle Doctor Castelo, 'el Jute', empezó a escribir la primera versión de La ciudad y los perros. Fue también en Madrid donde decidió que no regresaría a Perú a ejercer leyes, sino que se entregaría a la literatura. Aquella decisión, tomada entre cafés y libros, marcaría para siempre el rumbo de su vida.
Su piso en el Madrid de los Austrias
Años después, tras largas estancias en París, Londres y Barcelona, Vargas Llosa regresaría a la capital española ya convertido en una figura del boom latinoamericano. Pero fue en los años 2000 cuando se instaló definitivamente en Madrid, en un piso del Madrid de los Austrias, cerca de la Ópera, con estanterías abarrotadas de libros, una terraza que daba a los tejados antiguos, y un escritorio desde el que observaba la ciudad mientras escribía. Esa casa, ubicada en un edificio histórico de finales del siglo XIX, se convirtió en su refugio, en su observatorio, en su taller de creación.
Del Parque del Oeste al Templo de Debod
Su rutina en Madrid era serena, pero llena de placeres sencillos: caminatas por el Parque del Oeste hasta el Templo de Debod, visitas a librerías exquisitas del centro, tardes en cafés con veladores de mármol, cenas en restaurantes peruanos y españoles, y algún que otro partido del Real Madrid, equipo al que seguía con fervor. “He pasado a ser un madrileño más”, decía, convencido de que Madrid, como pocas ciudades en el mundo, sabía acoger sin preguntar de dónde se viene. En su opinión, ningún extranjero se sentía extranjero en sus calles, algo que él, como latinoamericano, valoraba profundamente.
Hijo adoptivo de la ciudad y madrileño del año
En su vida madrileña no faltaron los reconocimientos. En 2010, recién galardonado con el Nobel, fue nombrado Hijo Adoptivo de la ciudad por el Ayuntamiento, que celebraba no solo su genio literario, sino su vocación de madrileño comprometido con la cultura, con la libertad y con la vida pública. Años más tarde, la Comunidad de Madrid le entregaría su Medalla de Oro, subrayando que fue en esta ciudad donde tomó la decisión que cambiaría su destino: ser escritor. En 2022, el Ayuntamiento lo homenajeó nuevamente con el título de Madrileño del Año, distinción que Vargas Llosa recibió emocionado en el Teatro Real, recordando, una vez más, que fue gracias a perder la nacionalidad peruana durante un conflicto con el gobierno de Fujimori que pudo adquirir la española y hacer de Madrid su hogar.
Durante un tiempo compartió residencia con Isabel Preysler en la zona de Puerta de Hierro. Pero tras la separación, regresó a su piso del centro. Aquel regreso simbolizó un reencuentro con lo esencial: la soledad, los libros, la ciudad vivida a pie. Esa casa, más allá de su valor económico (estimado en más de un millón de euros), se convirtió en un símbolo íntimo de su biografía, un espacio de memoria y de creación. Allí, entre estanterías y manuscritos, siguió escribiendo, pensando, soñando.
Su pasión por Madrid fue tan constante como su defensa de la literatura como espacio de libertad. “La literatura es la garantía de la democracia”, repetía en sus discursos, convencido de que en los libros, incluso en aquellos que cuestionan la libertad, reside el germen de toda sociedad abierta. Participó activamente en la vida cultural de la ciudad: se le vio en actos en la Real Academia Española, en el Teatro Real –del que fue Patrono de Honor–, en presentaciones de libros, en funciones teatrales (él mismo escribió y dirigió obras estrenadas en Madrid) y en homenajes a colegas y amigos.
El Landó, su restaurante de referencia
El mayor homenaje, sin embargo, fue su vínculo vital con la ciudad. En sus últimos años, ya con pasos más lentos y semblante serio, seguía saliendo a caminar, cruzándose con vecinos que tal vez no sabían que pasaban junto a uno de los grandes narradores del siglo XX. A menudo se le veía por El Landó, restaurante de referencia para él, siempre buscando los sabores y las conversaciones que alimentaban su imaginación.
Mario Vargas Llosa falleció en Lima, pero su espíritu queda en Madrid. En sus plazas, en sus librerías, en los cafés que frecuentó, en el eco de sus palabras que aún resuena en los salones de la RAE o en los palcos del Teatro Español. Fue un madrileño por elección, por afecto y por destino. En sus propias palabras: “Nos sentimos madrileños todos los que queremos serlo, aunque no hayamos nacido en Madrid”.