Medio mundo con los ojos puestos en el Dolby Theatre de Los Ángeles, en su red carpet bajo las palmeras, en los comentarios de Conan O’Brien sobre Karla Sofía Gascón, en Demi Moore y su estado de shock o en si era The Brutalist o Cónclave la que se proclamaba la gran ganadora de la noche aunque, al final, fuera otra, Anora. Medio, porque en su otra mitad estaba un matrimonio que, aun formando parte de la aristocracia de Hollywood, prefería estar en otro sitio. O preocupados de otras cosas.
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O, sencillamente, en lo suyo. George y Amal Clooney, la misma noche en la que el cine se convertía en protagonista de la actualidad, desbancando por unas horas al conflicto árabe israelí o los nubarrones negros de una posible III Guerra Mundial, se iban de cena. Y no por los alrededores de Brignoles, que ahí habrían tenido excusa, porque es allí, en la provenza francesa y en un château del siglo XVIII, donde tienen ahora fijada su residencia. Pero no. ¡Qué va! La pareja estaba en Nueva York. En Public, el nuevo rendezvous del barrio de NoLiTa, porque es allí, en Manhattan, a donde se han mudado temporalmente.
Amal estudió derecho en la Universidad de NY y también está más cerca de la ONU; no olvidemos que es una abogada especializada en derechos humanos… Pero, sobre todo, porque George ha vuelto a subirse a las tablas de un teatro, en Broadway, y con una adaptación de su ya clásico Buenas noches, buena suerte. Aunque no lo hará por mucho tiempo. El actor ya ha dicho que está deseando volver a su tractor y a ocuparse de sus viñedos.