Hay momentos en la vida de un hombre —periodista, o no— en los que solo queda la autorreferencia. Porque hay verdades que permanecen inmutables. Casi todas, generalmente, masculinas y parciales porque así somos nosotros de aburridísimos y reiterativos por no decir unos “pesados”. Y, por supuesto, ajenas al paso del tiempo y abstraídas del espacio. Principios dictados por nuestro corazoncito machirulo porque solo así, como decía Proust, se transforman en amor (de ahí, el amor propio, del que los tíos vamos sobrados, ¿lo entienden ahora?). Pues bien, toda esta diatriba para explicarles que en cuestión de ropa, los señores somos de sota, caballo y rey peeeero eso tampoco quiere decir que una boda sea sólo patrimonio de las señoras. Qué va. O que solo haya un título, el de invitada perfecta. Ni mucho menos…
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Máxime porque el termómetro de la elegancia (o la falta de ella) en una ceremonia de este tipo puede soportar temperaturas extremas con un armario femenino pero, una décima por arriba o por debajo de lo saludable con la vestimenta de un único señor del universo muestral, te-ma-ta la boda. Porque lo masculino no cambia. Si acaso, se modifica. Y si te pasas o no llegas, todo mal. Y si innovas demasiado es fatal. Y si optas por lo clásico —aunque lo clásico nunca fue moderno— es posible que aciertes. Pero tampoco, siempre. De ahí que echemos mano de aquel manual del perfecto vestir masculino que trazamos para una boda que escribimos hace ahora casi dos años para abordar la más rabiosa actualidad sin riesgo a equivocarnos. Como si fuera la Lista de Schindler donde, más allá de sus márgenes, no hay nada. Aquel enlace fue el de Teresa Baca y empresario deportivo Álvaro Torres Calderón y miren si ha llovido que ya tenemos hasta una bebé nacida de ese amor.
Hoy, con él en la mano y las reglas que establecimos sobre lo correcto, lo deseable y lo indispensable para ser un caballero ideal en la otra, podemos abordar el gran desfile de chaqués con el que nos ha deleitado la última edición de nuestra revista gracias al sí quiero mexicano de Alonso Aznar con Renata Collado. Toda una declaración de intenciones del “Progresa Adecuadamente”, del “necesita mejorar” o, incluso, de la nota para los padres: “Hablar con el tutor”. Y sí, están en lo cierto, ésta es mi autorreferencia.
La etiqueta en la boda del hijo del ex Presidente con la bella fotógrafa era la clásica por antonomasia. Un tipo de etiqueta que para una señora, más allá de tocado o pamela, en largo de la falda por debajo o encima de la rodilla y la exclusión del blanco o del negro de la gama cromática (y el negro empieza a no ser un tabú) no dice nada. O lo que es lo mismo, dice: Ancha es Castilla. Sin embargo, para la facción masculina, implica un uniforme estrictísimo. O lo que es lo mismo: chaqué y santaspascuas. “Santaspascuas” donde debiera decir “tres piezas”.
A partir de aquí podemos encontrar ligeras variaciones Goldberg con la mano izquierda. Muy ligeras. Casi imperceptibles. Pero haberlas, haylas. De ahí, este post y, como les decíamos más arriba, detalles de lo que depende to-do. La belleza, el despropósito o el sopor más absoluto. No se froten las manos, que hablamos de solapas en punta de lanza o no, chalecos cruzados o no, pañuelos lisos o de fantasía y nudos de corbata de dos, cuatro o ocho vueltas. Perdón por el amarillismo.
Vayamos al meollo. Los caballeros Aznar nos sirven como notable ejemplo de cómo modificar algo que parece inamovible sin tampoco echar las campanas al vuelo. O sea, dentro de un orden medido milimétricamente aunque no siempre el pespunte esté en el lugar más adecuado. Los cuatro chaqués, el del patriarca, sus dos hijos, Alonso y José María, y su yerno, Alejandro, están confeccionados a medida, todos en lana fría, hechura clásica y, sin embargo, con sus diferencias. De ¿MAN? ¿Reillo? ¿Jaime Gallo?, dentro de su discreción habitual, éste es un dato que no ha trascendido.
El del novio, en gris pizarra, con hombro construido —como es habitual en la sastrería española—, ligeramente entallado en la cintura, solapas anchas en punta de lanza y pantalón también más estrecho de lo habitual y sin pinzas, algo que debiera haberse planteado Alonso antes de introducir(se) el móvil en los bolsillos. El de su cuñado, Alejandro Agag, muy parecido, solo que confeccionado en un tono por debajo, un gris marengo más british. Un “leit motiv” que recogió José María Aznar Jr. con un chaqué que recordaba a los que clásicamente viste el rey Carlos III de Inglaterra, en gris humo, pantalón con pinza sastre (que da más volumen) y larga solapa con bocado bajo. Otra cosa es que, quizás, las mangas le fueran demasiado largas y el talle, holgado. Por último, José María Aznar padre, con el protochaqué, o sea, con levita negra y pantalón mil rayas y regustillo vintage en el corte de talle y pernera.
Vayamos al gimlet, la pieza que quizás otorga más personalidad al chaqué y en el que puedes entrar, sin querer, en un territorio espinoso. Sobre todo si se incurre, por aquello de dar un poquito de vida al “outfit” o porque “nos sentimos muy modernos”, en colores estridentes y estampados “locos”. Eso no ha ocurrido en la boda de Alonso. O quizás, un poco y sin riesgo (que ya que te pones, ponte…). El novio no arriesgó sino que se decantó por la opción más clásica y, también, más elegante: la del chaleco de doble botonadura y amplio escote circular, en el mismo tejido y color que el traje. Otra cosa es que la corbata extremadamente fina, azuloscurocasinegra, y con nudo sencillo, permitiera ver “demasiada” camisa. Alejandro Agag hizo uso de un chaleco completamente diferente. En seda color azul cielo, de botonadura alta y en un solo rail y solapa muy cerrada, lo que combinado con una corbata gruesa en verde y nudo Windsor, provocaba una sensación de poco torso y “demasiada” información. Su otro cuñado, también jugaría con el color. Él, en azul eléctrico pero excesivamente límpio, sin bolsillo —ni bajo ni superior—, y sin solapa lo que daba una sensación discordante. Como el que se pone chupa de cuero con camisa de polo ralph lauren . El ex Presidente, en cambio, aún recogiendo el mismo tono de azul para su corbata de seda, volvería al monocromatismo del negro con un chaleco de tres botones. Y eso sí, un ligero ribete blanco alrededor del cuello que le hacía perder solemnidad aunque rejuvenecía su imagen excesivamente plumbea.
En cuanto al pañuelo de bolsillo, mucha sequía entre los señores Anzar. De hecho, solo el novio se lo puso dando esa prestancia y/o autoridad que confiere un pañuelo al ras de la solapa. Eso sí, sobrio. En blanco, grueso, con las dobleces perfectas y sobresaliendo lo justo del bolsillo de su levita. ¿En qué fue en lo único en lo que coincidieron? En la camisa blanca, como cantaba Ana Belén. Y en el cuello: francés y en popelín.