No estamos en una época en la que nos asustemos fácilmente por las excentricidades ajenas, pero el hecho de que un caballero desembolse más de seis millones de dólares para convertirse en el propietario de un plátano mondo y lirondo, pegado a un muro con cinta adhesiva, nos deja perplejos. Si ahondamos en la noticia y descubrimos que seis individuos más pujaron por la famosa banana en una subasta celebrada en Sotheby’s, en su sede neoyorquina, de la perplejidad pasamos a la estupefacción. El italiano Maurizio Cattelan es un verdadero artista, si no de Comediante (el nombre de esta pieza en concreto), sí de un poder de seducción descomunal para lograr convencer a alguien, en este caso a Justin Sun, un empresario poderoso, pionero en el mundo de las criptomonedas, de que estaba haciendo historia al comprar no el susodicho y perecedero plátano, sino toda una experiencia artística. Justin Sun es ahora el propietario de un certificado de autenticidad que le permite reproducir la obra cuantas veces quiera.
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Maurizio Cattelan nació en Italia, tiene sesenta y cuatro años, y comenzó su andadura artística en el hiperrealismo y ha desembocado en el desternillismo: ¿se está riendo de nosotros o nos invita a dejar de lado el placer visual a favor del morbo que produce imaginar hasta dónde va a llegar y hasta dónde los coleccionistas de arte le van a seguir? Comediante, su instalación más famosa, se presentó por primera vez en 2019, durante la prestigiosa feria Art Basel, en Miami. He aquí la obra: un plátano comprado en una frutería de Miami, una cinta adhesiva gris, y la pared blanca a la que se pegaba. Ni más ni menos. En 2019, vendió la obra por 120.000 dólares y el mundo volvió los ojos hacia él y hacia otro artista, David Datuna, un artista plástico de Georgia, habitante de la Gran Manzana, que pasaba por ahí. Datuna dio una nueva dimensión a Comediante, cuando ni corto ni perezoso desprendió el plátano de la cinta adhesiva y se lo comió ante los ojos de los asistentes a la feria. Se generó entonces una performance, bautizada como Hungry Artist.
Justin Sun, el actual propietario de la instalación, también tiene pensado devorar la banana como culminación de su experiencia artística, tal y como ha expresado en X: “Comeré personalmente el plátano como parte de esta experiencia artística única, honrando su lugar tanto en la historia del arte como en la cultura popular”. Justin Sun no ha comprado, por lo tanto, un mero plátano mal pegado a la pared, sino, ojo al dato, un rollo de cinta adhesiva, instrucciones precisas de cómo pegar la fruta a la pared, y el certificado de autenticidad del que antes hablamos y que asegura que cada vez que el señor Sun coloque un plátano en el muro, siguiendo las instrucciones del creador, logrará el original de la obra de Cattelan.
Justin Sun, el fundador de la plataforma de criptomonedas TRON, se ha mostrado entusiasmado con su compra y ha justificado su desembolso en los siguientes términos: “Esto no es solo una obra de arte; representa un fenómeno cultural que une los mundos del arte, los memes y la comunidad de criptomonedas”. Tal vez tenga razón, y quizá hay que abrir la mente para entender formas de arte no convencionales, pero… ¿seis millones largos de dólares?
Antecedentes y actualidad
En 1886, Vincent Van Gogh pintó un par de zapatos de un campesino. Nada más y nada menos. La pintura generó todo un debate filosófico en la época en torno a la eterna pregunta: ¿Qué es una obra de arte? El mismísimo Martin Heidegger escribió un opúsculo, El origen de las obras de arte, en el que reflexionaba sobre por qué el lienzo del pintor holandés era una pieza artística. Heidegger avisó que detrás de las pinceladas había mucho más: las botas viejas representaban el trabajo ingente, el esfuerzo descomunal, de los viejos campesinos. Es decir, Heidegger anunciaba que la obra de arte no es tanto lo tangible, que también en muchos casos, como lo que genera en el interior del receptor. En esta línea, los trabajos revolucionarios en su día del belga René Magritte (la representación de una pipa bajo la que se lee: “Ceci n’est pas une pipe”, esto no es una pipa); o el epítome de la cultura pop con las latas de tomate Campbell de Andy Warhol. Volvamos al aquí y al ahora y recordemos algunos episodios del mercado del arte realmente sorprendentes. Perdonen lo escatológico del asunto, pero otro artista italiano, Piero Manzoni, en la década de los sesenta del siglo pasado diseñó noventa latas de conserva en las que introdujo treinta gramos de sus heces. Rotuló las latas, de cinco centímetros de alto por seis con cinco de diámetro, con las siguientes palabras, en cuatro idiomas por si no se entendía bien: “Merda d’artista”, “Merde d’artiste”, “Artist’s shit” y “Künstelrscheibe”. En 2016, una de las latas fue vendida por un precio escandaloso: 275.000 euros. Manzoni se había salido con la suya. La prestigiosa casa de subastas Il Ponte de Milán entró en el juego y se generó toda una polémica: ¿en el arte contemporáneo todo vale? ¿todo es susceptible de etiquetarse como obra de arte y ser vendido?
Veamos un ejemplo actual y que, a su manera, viene a revolucionar también el ya de por sí agitado panorama: los trabajos (¿artísticos?) que salen de los diferentes programas de Inteligencia Artificial. Si intentar vivir del arte ya suponía en muchos casos una quimera, en la actualidad parece ser que el arte está abocado a convertirse en lo que fue en sus orígenes: una forma de comunicar el interior con el exterior sin esperar ninguna recompensa material a cambio: una tabla de salvación personal a la que hay que aferrarse para no perder el norte, pero de la que no puedes esperar que te dé de comer. Ahora que se incorpora al mercado de las galerías de arte y las subastas los cuadros y obras gráficas realizadas por Inteligencia Artificial, ¿qué queda para el simple mortal? A principio de este mes de noviembre, hasta los organizadores de Sotheby’s se quedaron sin palabras cuando recaudaron más de un millón de dólares por la venta de la obra A.I God, un retrato homenaje a Alan Turing, uno de los padres de la computación, realizado por un robot que responde al nombre de Ai-Da o, en la intimidad, al de Ada Lovelove (bautizado así en honor a una reconocida matemática inglesa del siglo XIX).
La puja tuvo la misma expectación y emoción que si la obra hubiera sido creada por un artista de carne y hueso, con sentimientos y hambre de éxito. El retrato del matemático, que ocupaba un lienzo de más de dos metros de alto, en un principio parecía que no superaría los ciento sesenta y siete mil euros, pero surgieron veintisiete personas que deseaban, costase lo que costase, llevarse a casa la obra de Ada Lovelace. Al final, la cifra alcanzó el millón de euros, un comprador anónimo se llevó a casa el ya archifamoso retrato, y Sotheby’s lanzó un comunicado para compartir que esa subasta había marcado “un momento en la historia del arte moderno y contemporáneo y refleja la creciente intersección entre la tecnología de inteligencia artificial y el mercado mundial del arte”.
A lo anterior, un dato para la reflexión. El cuadro vendido formaba parte de una serie de quince pinturas que Ada Lovelove realizó –si se permite la expresión popular 'como churros'– en ocho horas. Es decir, haciendo un cálculo matemático rápido, este robot humanoide tardó treinta y dos minutos en terminar un retrato por el que se pagó más de un millón de dólares. ¿El mundo del arte se ha vuelto loco? Parece ser que sí…