Elizabeth Taylor con sus hijos Michael y Christopher Wilding y sus mujeres y sus hijas Maria y Lizzie© Getty Images

La caída a los infiernos de Elizabeth Taylor, según su hijo Christopher Wilding

En 1983, la actriz ingresó por primera vez en un centro de rehabilitación y nunca se escondió: dio su nombre y apellido, algo antes nunca visto en Hollywood


16 de octubre de 2024 - 14:04 CEST

Los ojos rabiosamente violetas de Elizabeth Taylor vieron la grandeza de Hollywood, pero también las alcantarillas. Trece años después de su muerte, su influjo y poderío permanecen intactos en la Meca del Cine. Este año, se ha presentado en Cannes Elizabeth Taylor, las cintas perdidas, de Nanette Burstein, y la BBC está emitiendo la docuserie Elizabeth Taylor: Rebel Superstar. Precisamente, en su tercer capítulo, Christopher Wilding, su segundo hijo, fruto de su matrimonio con el actor Michael Wilding, revela los entresijos de una situación familiar muy dolorosa para todos: en 1982, después del sexto divorcio de la actriz, en este caso del senador John Warner, Elizabeth Taylor se perdió por el oscuro camino de las drogas y el alcohol, hasta tal extremo que sus familiares más cercanos decidieron intervenir e internarla. “La intervención familiar me salvó la vida”, reconoció después la Cleopatra más poderosa que jamás se haya asomado al celuloide. Y añadió al respecto: “[Su preocupación] me dejó sin palabras y fue tan sincera y realizada con tanto amor que me di cuenta de la agonía que les había ocasionado”.

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Según admitió Elizabeth Taylor, la angustia que percibió en los suyos y la manera en la que la confrontaron fue para ella “una bofetada de realidad”: “Pensé: ‘Mi Dios, creí que era una buena madre. ¿Cómo me he permitido hacerles esto a las personas que más amo en este mundo?’”. Por eso, para evitarles mayor sufrimiento, en 1983 aceptó su ingreso en el Centro Betty Ford. Lo hizo de frente, sin ocultarse. Ninguna estrella de Hollywood, hasta que ella lo hizo, había ingresado a un centro de rehabilitación dando su verdadero nombre. A esas alturas de su vida –tenía cincuenta años e infinitos dolores– lo único que realmente le importaba era recuperar la admiración de los suyos. Fue un camino escarpado y largo. En 1988, tuvo que volver a internarse. Nunca se recuperó del todo, pero jamás tiró la toalla definitivamente.

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Historia de una caída

Elizabeth Rosemond Taylor era una británica en la Corte del Séptimo Arte. “Descubrirás quiénes son tus verdaderos amigos cuando te metas en un escándalo” solía decir. Ella se metió en demasiados y, aun así, siempre contó con un buen número de amigos y seres queridos que la sostuvieron y libraron de los zarpazos de la bamboleante opinión pública. Tuvo siete maridos, ocho bodas –con Richard Burton se casó dos veces y sus peleas eran antológicas–, cuatro hijos, dos Oscar y las joyas más fulgurantes de su época (el famoso collar Peregrina de Cartier se subastó en 2011 y rompió todos los récords al venderse por casi doce millones de dólares).

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En 1963, se puso en la piel de Cleopatra y el rodaje de esta película no estuvo exento de la polémica y el escándalo. Un maremoto de amor y deseo cubrió los sets de la filmación. La vida de Elizabeth Taylor se cruzó con la de Richard Burton y más que química de aquello surgió un alud de pasión desenfrenada. De hecho, una fotografía de ambos besándose apasionadamente llegó hasta el Vaticano. Las autoridades eclesiásticas decidieron darles una contundente llamada de atención por ese amor adúltero frente a las cámaras: los excomulgaron. En ese momento ella estaba casada con Eddie Fisher y él con Sybil Williams. Sus matrimonios se disolvieron ante el torbellino de amor de una de las parejas más poderosas de Hollywood de todos los tiempos.

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Finalmente, contrajeron matrimonio en 1964 en el Ritz Carlton de Montreal, en una ceremonia que la prensa dio en calificar como la boda del siglo. En 1966, rodaron juntos ¿Quién teme a Virginia Woolf?, una de las películas más impactantes, jamás filmadas en Hollywood, sobre la degradación a la que puede llegar una pareja por el consumo salvaje de alcohol. Cuatro años antes, Días de vino y rosas, con Jack Lemmon y Lee Remick, había tocado con igual precisión el mismo tema, pero en el caso de la película de la Taylor el hecho de protagonizarla junto a su esposo, en una época de declive, añadió morbo, pero también credibilidad, al asunto. En una especie de pirueta amarga del destino, el matrimonio de Elizabeth Taylor y Richard Burton tomó la misma vía que la pareja protagonista de ¿Quién teme a Virginia Woolf?: reproches desencarnados y peleas eternas. Después de diez años de turbulento matrimonio, se divorciaron en 1974, aunque volvieron a intentarlo un año después, con poca fortuna (enseguida se dieron cuenta de que se habían equivocado… por segunda vez).

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No fue solo por un motivo, ni hubo un único culpable, ni ella fue la culpable absoluta de su bajada a los infiernos del alcohol y las drogas. Como explicó su hijo, además de ese gusto por la fiesta, esa explosividad innata y esa búsqueda de experiencias, Elizabeth Taylor vivía con dolor y, por tanto, aferrada también a pastillas para superar ese dolor insoportable: “Tenía dolencias físicas, especialmente problemas de espalda –recordó su hijo–, para los que el uso de analgésicos era un recurso legítimo”.

El desamor, un ingrediente más

“Cada divorcio es como una pequeña muerte” pensaba la diva. Y ella se murió seis veces antes de unir su vida a la del senador John Warner, en 1976. Previamente había vivido capítulos durísimos de violencia física. Dicen que su padre le metió una paliza, a los doce años, porque no podía soportar que su hija ganara más que él. Y también se cuenta que su primer marido, Conrad “Nicky” Hilton, con quien se casó a los diecinueve años, la atemorizaba con sus brotes de ira. O que Eddie Fisher la amenazó con una pistola, que finalmente no disparó, diciendo “tranquila, no voy a matarte. Eres demasiado guapa”. Cuando John Warner llegó a su vida, ella ya estaba muy dañada física y mentalmente. Aquel matrimonio la condujo a una espiral de infelicidad que trató de ahogar con disparatadas cantidades de alcohol y pastillas.

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En noviembre de 1982, la situación se hizo insostenible y acabó divorciándose del senador. El desamor fue un ingrediente más en ese cóctel de autodestrucción que ella misma se estaba tomando a grandes sorbos. Tan pronto como comenzó la rehabilitación se dio cuenta de que no bastaba con pasar un síndrome de abstinencia y dejar de lado las pastillas y el alcohol. Debía descubrir qué había detrás de ese afán ciego por dañarse. Aceptó someterse a una terapia psicológica: “Por primera vez en mi vida sentí que nadie se aprovechaba de mí. Me aceptaban por mí misma. Me vi obligada a ver la verdad sobre quién era”.

En la única biografía autorizada de la actriz, Elizabeth Taylor: The Grit & Glamour of an Icon, se revelan datos escalofriantes de su caída en picada durante los ochenta. Cuentan que un doctor llegó a darle por muerta, porque consideraba “incompatible con la vida” el número de pastillas que ingería al día. Su nuera en aquellos días, Aileen Getty, realizó una denuncia anónima quejándose amargamente del exceso de fármacos que los doctores le recetaban. Kate Anderson Brower, la biógrafa de la estrella, contabilizó que la llegaron a prescribir “un total de mil medicamentos entre 1983 y 1988, incluidos tranquilizantes, somníferos y analgésicos”.

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Regresamos a nuestras primeras líneas, a la confesión de Christopher Wilding sobre el momento en el que confrontaron a su madre para que detuviera ese camino mortal que había emprendido. Según contó Wilding en la biografía autorizada de Elizabeth Taylor, el detonante del ingreso de su madre en un centro de rehabilitación sucedió el día que ella le llamó y le pidió que entrara en su dormitorio: “Hasta que no la vi no me di cuenta de que ya estaba bastante colocada por algo. Estaba sentada al borde de la cama, en ropa interior, y tenía una jeringuilla de Demerol en la mano derecha”. En ese instante, Elizabeth Taylor le pidió a su propio hijo que la inyectara. Él se negó: “Me miró con ojos apagados y decepcionados, tomó aire, estabilizó la mano y se clavó la aguja en la carne”.

Después de aquella escena, Christopher Wilding y los que la amaban supieron que no ya no podían mirar más hacia otro lado y que había que actuar de inmediato para salvar la vida de la actriz, pero también de la madre, la amiga, la persona que aunque diera una imagen de seguridad arrolladora, y frivolidad absoluta, tenía una sensibilidad difícil de compatibilizar con la vida en Hollywood.

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Afortunadamente, Elizabeth Taylor se levantó. Tomó las riendas de su vida después de una década de lucha para volver a ser quien era. De hecho, también recuperó la fe en el amor y volvió a casarse, en 1991, con Larry Fortensky, un obrero de la construcción a quien había conocido en el centro Betty Ford, durante uno de sus tratamientos de rehabilitación. La boda se celebró en Neverland, el rancho de Michael Jackson, el gran amigo de la actriz, su mejor confidente. Cuando Michael Jackson murió, Elizabeth Taylor contó con otro amigo joven y de gran talento para ayudarle a superar el trago: Colin Farrell. De hecho, el actor llegó a confesar: “Con Elizabeth Taylor tuve la relación más romántica de mi vida”. Platónica, de largas charlas y lecturas, pero que acompañó a la actriz los dos últimos años de su vida. Sus ojos violetas se cerraron para siempre el 23 de marzo de 2011. Tenía setenta y nueve años y una vida azarosa que sigue generando historias.