Hace 80 años, en septiembre de 1944, ¡HOLA! decía '¡hola!' por primera vez. Una publicación hecha en casa, artesanalmente, fruto del trabajo y el entusiasmo de unos recién casados que, todas las tardes, se sentaban a la mesa de su sala de estar y planeaban el próximo número. Llenaban las páginas de belleza, moda, realeza, estrellas de cine, juventud y, así, contagiaban su alegría a aquellos primeros lectores.
Siguiendo su ejemplo, nos hemos reunido, los que hoy hacemos ¡HOLA!, con la misma ilusión de entonces, para imaginar cómo debería ser el número ideal, el que contuviera los mejores reportajes para celebrar este cumpleaños a lo grande. Y pensando cuál sería el mejor modo de comenzar, ya que siempre lo hacemos con una casa excepcional, hemos comprendido que no hay mejor manera de abrir este número que llamando a la puerta de la casa de nuestra mejor embajadora: Isabel Preysler.
Ella, amiga desde siempre, nos ha recibido, como ha hecho tantas veces a lo largo de estos años de cariño compartido, con delicadeza y sensibilidad. Y nos ha mostrado cada rincón de este hogar, que ha sido también protagonista de las páginas de ¡HOLA!, como si fuera un miembro más de la familia; testigo de los mejores momentos y de los tiempos difíciles; escenario de nacimientos, bodas, celebraciones, historias de amor… y guardián de algunos secretos.
A la casa de Isabel se llega por un camino entre paredes cubiertas de hiedra y árboles, que han crecido viendo entrar y salir a los miembros de esta gran familia. Primero, cuando eran niños; ahora, como padres de otros niños. La puerta, al final de unos escalones de piedra, se abre al recibidor, donde siempre hay un gran ramo de flores y al que se asoma la galería del piso de arriba, donde están las habitaciones. A la izquierda, se llega a la biblioteca y al salón, con grandes ventanales que se abren al jardín y una chimenea donde, en Navidad, dejan los regalos los Reyes Magos.
Nos sentamos a charlar sobre esta casa tan famosa, que conocimos por primera vez hace ya 32 años, cuando Tamara era una simpática colegiala y Ana acababa de cumplir tres años.
—Esta casa no fue tu primer hogar en España, pero sí ha sido la definitiva, donde han crecido tus hijos y, ahora, tus nietos.
—Claro, yo llegué a España muy joven, a los 19 años, y primero viví en casa de mis tíos, Tessie y Miguel, hasta que me casé con Julio y nos instalamos, en un primer momento, en la calle Profesor Waksman para, después, mudarnos a un piso más grande, en San Francisco de Sales. Durante mi matrimonio con Carlos Falcó, vivimos en una casa en la calle Arga, y, ya casada con Miguel, compré esta casa para poder vivir todos juntos, porque nos habíamos convertido en una familia muy grande.
—¿Esta casa la comprasteis Miguel y tú juntos?
—No, la compré yo. Primero, el terreno, cuando vivía en Arga, y luego, vendí aquella casa y construí esta.
—La casa es muy amplia, con todos estos dormitorios, salones, biblioteca, jardín… ¿Alguna vez se te ha hecho demasiado grande o excesiva?
—Era una casa a la medida de nuestras necesidades de entonces. Piensa que éramos una familia con muchos niños y hay un dormitorio para cada uno de ellos. Siempre ha estado llena de nuestros hijos, sus amigos, los nuestros… No hay un rincón de la casa que no hayamos vivido. Sí, claro que es una casa grande, y me considero muy afortunada de haberla podido comprar y seguir disfrutándola con mi familia.
—Las casas van transformándose y hay momentos en los que se llenan y otros, en los que están más vacías… Tus hijos mayores no han vivido tanto aquí, ¿no?
—Todos mis hijos consideran que esta es su casa. Y lo ha sido desde siempre. Aquí se quedan cada vez que vienen a Madrid y aquí reciben a sus amigos. Saben que este es su hogar. Cada uno de ellos tiene su propia habitación y su espacio propio.
—Y ahora, que la familia ha ido creciendo, cuando vienen los nietos, ¿qué pasa? ¿Hay que pedir permiso para utilizar una habitación de otro hermano? ¿Cómo hacéis?
—No, ¡claro que no hay que pedir permiso! La única excepción es que hemos convertido una de las habitaciones en el cuarto de mis nietos.
Miguel Boyer
—El día 29 de septiembre, se cumplirán 10 años del fallecimiento de Miguel…
—Sí, increíble… Diez años ya… El tiempo pasa muy deprisa…
—¿Qué te gustaría que recordáramos ahora de él, de su personalidad, de vuestra vida en pareja?
—Qué te voy a decir de los momentos que hemos vivido juntos, tan importantes y tan felices… De Miguel siempre he destacado, además de su inteligencia —que se la reconocía todo el mundo—, su ternura. Y su sentido del humor, por supuesto.
—¿Cómo era vuestra rutina en la casa?
—Normalmente, Miguel iba a trabajar todos los días y volvía a la hora de comer. No le gustaba almorzar fuera de casa y, por eso, siempre regresaba a comer, a menos que tuviera algo importante que se lo impidiera. Después, se iba de nuevo a la oficina, en la que estaba hasta, más o menos, las ocho. Y si no habíamos quedado con alguien para algo, cenábamos tranquilamente aquí, en familia, con los hijos que estuvieran con nosotros en ese momento.
—A él le gustaba mucho leer, ¿verdad? Y tiene una impresionante biblioteca.
—Ya no es tan grande ni tan importante, porque se ha dividido entre sus hijos.
—Y fue precisamente aquí, en la biblioteca, cuando él se empezó a encontrar mal, ¿verdad?
—Fue arriba, en la galería. Estaba colocando un libro en un estante y oímos el ruido que hizo cuando tuvo el ictus y se cayó al suelo.
—O sea, que la casa tiene unos recuerdos maravillosos y otros recuerdos menos amables...
—Como en todas las casas, supongo. Sí. Pero, incluso cuando estuvo convaleciente, creo que fue feliz aquí también. En la clínica, no paraba de pedirme que le trajese aquí. En cuanto pudieron darle el alta, volvimos.
—Y fue precisamente aquí, en la biblioteca, cuando él se empezó a encontrar mal, ¿verdad?
—Fue arriba, en la galería. Estaba colocando un libro en un estante y oímos el ruido que hizo cuando tuvo el ictus y se cayó al suelo.
—O sea, que la casa tiene unos recuerdos maravillosos y otros recuerdos menos amables...
—Como en todas las casas, supongo. Sí. Pero, incluso cuando estuvo convaleciente, creo que fue feliz aquí también. En la clínica, no paraba de pedirme que le trajese aquí. En cuanto pudieron darle el alta, volvimos.
Sola o acompañada
—¿Has sentido alguna vez esa tristeza de la que hablan cuando los hijos abandonan 'el nido'?
—No, no he llegado todavía a sentir eso. Soy muy afortunada, porque a mis hijos les hace ilusión estar conmigo.
—Bueno, es que tú no has estado sola ni un minuto y ya tienes a los nietos, que vienen a menudo.
—Te diré que me gusta estar sola, que me gusta la paz y la tranquilidad… Pero no puedo comparar todo eso con la alegría inmensa que siento cuando estoy con mis nietos. Esos momentos no los comparo con nada.
—¿Y la vida en pareja, el amor de pareja, lo echas de menos?
—No. Al contrario. Yo creo que me estoy volviendo exageradamente egoísta. Maniática, incluso, con la necesidad de silencio, y feliz con la independencia y la libertad que da el no tener pareja… Mis amigas me toman el pelo y me lo discuten, pero yo les digo que soy feliz así. De verdad que lo soy.
—Pero la vida da muchas vueltas. El día menos pensado… Nunca se sabe.
—Ah, bueno, la vida da muchas vueltas, eso, desde luego. Pero dudo mucho que esté igual de feliz y de cómoda, como estoy ahora, con una pareja a mi lado, ¿eh?
—Tu dormitorio es muy sereno, da mucha paz. ¿Lo has decorado muchas veces o está igual que al principio?
—Desde que he vivido aquí, lo he cambiado dos veces. Me gusta que sean colores claros, que den tranquilidad, que transmitan paz. En mi habitación, tengo fotos de la familia y de las personas que más quiero. Me gusta estar rodeada de buenos recuerdos.
—Tu vestidor tiene que ser espectacular…
—Me gusta guardar algunas cosas y deshacerme de otras de vez en cuando. También me divierte encontrar ropa de hace años y volver a usarla, aunque, claro, a veces no me está bien. Ojalá el cuerpo no cambiara con la edad, pero cambia… Un mono que me puse hace unos días, para el concierto de Julio (Iglesias), en Starlite, era de hace un par de años.
Mantones y Alta Costura
—¿Hay alguna pieza en concreto que guardes con especial cariño?
—Tengo unos mantones de Manila, mantillas y peinetas preciosos que me regaló mi suegra, la madre de Carlos (Falcó), que para mí tienen mucho valor sentimental, aunque nunca me los pongo. El día de mañana serán para Tamara, claro. Precisamente, ahora estoy haciendo orden en el armario y he encontrado unos vestidos maravillosos de alta costura. He separado algunos muy buenos para Ana y otros se los voy a regalar a algunas amigas de mis hijas a las que yo quiero mucho.
—¿Cuál es tu obra de arte preferida de la casa?
—Tengo especial cariño al retrato que me hizo Pinto Coelho, cuanto tenía 32 años, y a los tres que les hizo a mis hijas, que tengo colgados en el cuarto de estar.
—¿Cuál es tu rincón de la casa preferido?
—Mi rincón preferido, allí donde más tiempo paso y donde me encanta estar, es en la terraza… Rodeada del jardín, disfrutando de los árboles, de los bambúes, del verde… Piensa que yo he nacido en Filipinas y que he crecido rodeada de vegetación. Donde también paso mucho tiempo es en mi cuarto de estar. A veces pienso que me estoy volviendo muy mayor, porque me siento muy feliz con mi chimenea encendida, con mi manta, mi bol de helado de chocolate y mi serie. En esos momentos, soy feliz, completamente feliz. Estoy en el séptimo cielo.
—Pero eso no es ser mayor, eso es ser lista.
—¿Tú crees? No lo sé. Lo que sí sé es que no lo cambiaría por nada… Y que antes eso no me pasaba.
—¿Sueles pasar tiempo en la cocina?
—Sí, pero no cocinando, ¿eh? Los niños de Ana, cuando vienen a Madrid, en vez de en el comedor —donde comían mis hijos—, lo hacen en el «office», y me encanta estar con ellos en esos momentos.
—¿Sabes cocinar?
—No, no sé nada de cocina, pero… sé dirigir, que ya es importante, ¿a que sí? Sé lo que quiero y cómo lo quiero, decido el menú y compruebo que todo esté como debe estar.
—Este verano, ¿has podido viajar y visitar a tus hijos?
—He pasado un verano totalmente familiar. He viajado a Miami y he visto a Enrique y sus niños. Después, he estado con Chábeli y sus hijos y con Julio, en Madrid y en Marbella.
Acompañamos a Isabel, que nos muestra su casa y nos va contando anécdotas de cada rincón. Aquí ha sucedido la vida. Y sigue transcurriendo. Junto a sus hijos, sus nietos y amigos. Esta casa tiene alma. Es parte de esta familia grande, alegre y llena de vida.
Brindamos por muchos años más de felicidad y amistad. Ojalá podamos celebrar los cien… Y los que vengan después.