Su número favorito era el 13 -“me ha dado mucha suerte en la ruleta”-. Su debilidad, el chocolate, y, como buena italiana, nada le gustaba más que un buen plato de espaguettis “con un poquito de ajo, tomate y aceite”. Amó intensamente -aunque “he querido a menos hombres de los que dicen que he querido”- y su llanto más amargo fue el que derramó por sus hijos [Hubertus y Kiko] cuando “no los tenía conmigo, veía algún niño en la calle y lloraba”. Ira de Fürstenberg , la princesa que fue dueña de su destino, nos ha dicho adiós; y, con ella, se ha apagado un icono de la época dorada de Marbella.
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Mucho se ha escrito estos días sobre su fascinante vida, pero sólo ella la contó, con todo detalle, a ¡HOLA! Hija del príncipe alemán Tassilo von Fürstenberg y de Clara Agnelli -hermana del poderoso industrial Gianni Agnelli-, pese a ser heredera de dos grandes dinastías y nacer en un palacio, siempre se resistió a la etiqueta de la jet set -prefería hablar de los happy few-, poniendo, incluso, en duda la sangre azul que corría por sus venas -“creo que en el fondo no sé si existe o no. Quizá sólo sea eso: raíces, educación, gente con la vida de arriba en vez de la de abajo”-.
Adelantada a su tiempo, curiosa y polifacética como pocas -pasó de actriz a diseñadora-, aseguraba que, al echar la vista atrás, todo “mereció la pena. Me gustó hacer siempre lo que hice”. Esta es su increíble historia.
“Lo que no soy es caprichosa. He sido mimada”
Su nombre parecía augurar su increíble destino. Nació como princesa, en Roma -sin darle jamás excesiva importancia a su título-, pero tomó su nombre de una gran duquesa rusa -un homenaje que su padre quiso rendir a su hermana, fallecida con tan sólo 18 años-. Quizá, aquello fue lo que marcó su fascinación por la época dorada de Rusia, haciéndole soñar con viajar en trineos que se deslizaban por el hielo.
Su infancia, sin embargo, se vistió de negro –en un acto “muy existencialista”-, y confesaba haber sido “más de vestidos que de apretar el pie del acelerador”. Si acaso decidió apretar alguno, ése fue, sin duda, el de la vida. Porque, aunque su familia levantó el imperio Fiat, tuvo claro que lo suyo no era el universo automovilístico ni tampoco la velocidad -reconocía que, cada vez que su primer marido, Alfonso de Hohenlohe, se ponía al volante, “me llevaba con el corazón en la boca”-.
Detestaba ser calificada como “caprichosa” -lo que “he sido es mimada”, puntualizaba-, y se definía como “una niña consentida y traviesa” -de hecho, una trastada la llevó a ser encerrada por su abuela, un día entero, “en la mazmorra que había en la casa romana”-. Su gran quebradero de cabeza, para asombro de muchos, siempre fue su indomable cabello, del color blanco heredado de los Agnelli. Por eso siempre lo llevaba pintado.
“Sé que doy la sensación de ser una gitana de lujo”
Ira siempre ansió la libertad. “Todo lo que me ataba me molestaba y me sigue ocurriendo igual. Siempre deseé salir de donde estoy, conocer cosas nuevas”. Esas ganas de recorrer el mundo la llevaron de una punta a otra del océano y a ser, como ella misma reconocía, una “gitana del lujo”. “Soy vagabunda y lo acepto. Dicen que Hemingway decía que siempre hay que tener una casa no donde vivir, sino donde volver, y yo digo que sí, que hay que tener un hombre donde volver”.
Porque el amor fue una constante, y no supo vivir sin amar. Su primer romance, rememoraba en nuestras páginas, fue un chico que se llamaba Parodi; pero el más sonado -su primer matrimonio, con el príncipe Alfonso de Hohenlohe- surgió en la adolescencia.
“Todas locas por Alfonso”
Parecía un cuento de hadas... que se escribía antes de tiempo. La princesa encontraba a su príncipe azul, Alfonso de Hohenlohe, con tan sólo catorce años. Sus caminos se cruzaron en una boda, “en el pueblo donde nace el río Don, un sitio muy romántico”. E Ira fue advertida previamente por su padre: “Todas las chicas están locas por Alfonso”. No era la única.
Lo que no imaginaba Tassilo es que, en cuanto el apuesto Alfonso de Hohenlohe, de treinta años, vio a su hija, el flechazo fue instantáneo –“no dejaba de decirle a mi padre: Yo quiero hablar con ella, deseo hablar con ella”-.
La idea de que Ira se casase con él encantó a su familia. Más allá de su noble linaje, Alfonso era un príncipe acaudalado, algo que a ella le importaba más bien poco. “Yo lo que le encontré fue guapísimo, elegantísimo y, sobre todo, aquel día, con muchas condecoraciones. A mí, además, me hizo ilusión ver que una persona como él, dieciséis años más que yo, me estuviera mirando siempre”.
Así que, poco a poco, la bella adolescente se dejó llevar. Alfonso la cortejó con flores y muchas cartas, en las que no dejaba de procesarle su amor: “eres la mujer de mi vida”, escribía en la mayoría de ellas. Ira no tardó en caer rendida a sus encantos: “Todo fue muy bonito, muy lejano, digamos que como en una nube”.
El 21 de septiembre de 1955 se celebraba la esperada boda. La novia, que llegó tarde al enlace -una hora más tarde- pasaba por el altar con la “ilusión de cambiar de vida, con ganas de vivir de otra manera, por conocer mundo, también”. El traje, recordaba, “era bellísimo”, una pieza firmada por Jacques Griffe.
Un año después de su ‘sí, quiero’, en noviembre del 56, en Lausana, el matrimonio daba la bienvenida a su primer hijo, Kiko, que tuvo como madrina a la Reina Victoria Eugenia –“una mujer muy simpática, muy agradable, con muchísima clase”-.
Kiko los unió, pero el sueño comenzaba a resquebrajarse poco a poco. “Alfonso sólo quería vivir su vida de negocios, de acá para allá”, y ella lo único que deseaba era que estuviese a su lado. “Sufría mucho cuando se iba y me dejaba sola. También he vivido con él momentos felices, muy felices. Yo intentaba ser una buena esposa. Porque hacía todo lo que él quería, pero sólo hacía lo que él deseaba, no lo que yo quería”.
En febrero del 59, Ira daba a luz, en México, a su segundo hijo, Hubertus.
“Aquello no iba bien”
Su matrimonio con Alfonso estaba lejos de ser idílico. Las cosas no marchaban bien. “No podían ir bien”, aseguraba la princesa, que, confesaba, si no se había convertido en un infierno, sí en “algo insoportable para mí”. “A mí lo que me preocupaba era su impuntualidad, el no poder hacer planes, la inseguridad...”. Harta de la situación, estando en París, decidió irse a una fiesta. El destino hizo el resto. Allí conocería al que sería, más tarde, su gran amor, Baby Pignatari.
Ira quedó cautivada por aquel hombre “con encanto, bastante inteligente, muy primitivo, una persona además de palabra. Un señor de los viejos tiempos”.
Su relación con el príncipe estaba prácticamente rota. Una llamada de Alfonso, que se encontraba esquiando en Colorado, en Estados Unidos, precipitó el fin. Cansada de estar sola, se dio cuenta de que su marido “no va a cambiar, y va a seguir siempre igual. ¿Por qué seguir adelante a su lado?”. Y tomó la decisión, hizo las maletas y se fue a Nueva York, donde se encontraba Baby. Lo que no imaginó es todo lo que vendría tras su marcha. “Una de las tonterías que hice fue irme sola cuando debía haberme llevado conmigo a mis hijos pequeños”, se lamentaba.
Estaba a punto de comenzar una nueva vida, “muy bonita, muy burguesa”, junto a Baby. Pero aquello era el inicio, también, de su mayor desdicha: no tener con ella a sus hijos: “Puedo decir algo que he sentido: que no los he educado porque los he perdido muy pronto…”.
“No creo que he sido una buena madre para mis hijos porque no he podido”
Al dejar a Alfonso, comenzó su pesadilla. “Fue en sábado cuando llegaron todos aquellos policías al hotel Colón de México, donde Baby y yo, y los niños, estábamos. Kiko ya tenía cuatro años, Hubertus dos. Aquello fue horrible. Teníamos nuestros guardaespaldas, también, porque nos habían prevenido de lo que deseaba hacer Alfonso. Mis hijos jugaban en la terraza del hotel sin saber lo que estaba pasando del todo. A Baby, tras el asalto, se lo llevaron a la cárcel. A mí no, por suerte. Llevábamos viviendo mucho tiempo en aquel hotel sin poder salir -por miedo a que nos arrebatasen a los niños- a la calle. Teníamos la escolta fuera”.
Alfonso estaba decidido a probar que Ira estaba cometiendo adulterio, y, además, estaba la lucha por la custodia de sus hijos. Llegar a un acuerdo no fue asunto sencillo, pero finalmente, decidieron que cada uno los tendría seis meses. “Alfonso quiso tenerlos primero que yo. Ese fue otro gran error mío”.
La princesa no volvería a saber nada de los pequeños hasta cuatro años después: “costó unos cuatro millones de dólares todo aquello y cuatro años de pleitos constantes”.
No tener a Hubertus y Kiko consigo fue uno de los golpes más duros. Recuperarlos se convirtió en una prioridad, también para Baby, quien no podía tener hijos (algo que, explicaba, Ira, lo atormentaba). “No creo que he sido una buena madre para mis hijos porque no he podido. Cuando Baby me dejó intenté que Alfonso me devolviera a mis hijos, pero él no quiso. Fue inútil. Alfonso ha sido siempre muy duro conmigo. Claro que la culpa ha sido mía, porque me fui, y después no se pudo arreglar. Nunca me pude arreglar con Alfonso”.
Cinco años después de iniciar su historia de amor, en París, su segundo marido -se casaron, tras conseguir el divorcio, en Las Vegas- enviaba a un hombre de negocios amigo suyo, Pexoto, para darle una noticia que le rompería el corazón: “Ira, Baby te ha dejado”. No volvió a verlo jamás.
“No siempre tuve suerte. Y en el cine no la tuve”
Ira volvió a Venecia, al lado de su madre, y, después, puso rumbo a París. De fiesta en fiesta, conoció a “mucha gente interesante, importante. Comencé a tener éxito”. Aunque le faltaba lo más importante, sus pequeños, a los que sólo podía ver en verano: “Fue muy duro. Kiko me conoció, pero Hubertus no sabía quién era. Me miraba sin saber quién era aquella mujer… ¡Y esa mujer era yo, era su madre!”
Sobreponiéndose a su pena, empezó a probar suerte en el cine. “Hice una primera prueba con De Laurentiis y la pasé. El examen fue en Roma. Así que dejé mi piso de París y me fui a Italia que, por otro lado, era mi lugar de nacimiento. La primera película fue con Alberto Lattuada. Un papel junto a Patrick O’Neill, en Matchless”.
Ira encontró refugio en el séptimo arte. Era su verdadera pasión -lo descubrió siendo tan sólo una niña-, pero significaba mucho más “porque iba a hacer, por fin, algo mío”. Echando la vista atrás, y pese a que consiguió a ser una actriz muy reconocida en los setenta, nos diría que se había “arrepentido de alguna película de las que hice, claro que sí. A veces creo que es que nunca llegué a la seriedad total en el cine, aunque era algo que me fascinaba, y eso hoy me da rabia”.
Su salto a Hollywood tampoco fue el esperado -“no me gustó demasiado”-, y se despidió, definitivamente, como actriz después del descalabro de “la película que produje. Hoy me llaman todavía de Italia para hacer películas, pero yo no quiero, sé que no debo hacerlo”. Entró entonces con Valentino en el mundo de las relaciones públicas, y otra vez entró en el mundo de las fiestas… Recordando aquella etapa que vivió tras su ruptura con Baby, decidió que no volvería a entrar en aquella espiral de nuevo. “Fue aquella mañana en la que decidí: Esto no va, hay que irse de Roma. Así que vendí mi piso de la Via Venetto y me fui a Suiza”. Un nuevo rumbo con un nuevo proyecto en mente: un libro que reflexionaba sobre la belleza -Belleza a cualquier edad-.
Conexión con Mónaco
En aquel libro, contó con el testimonio de las mujeres más bellas del momento, entre ellas, Carolina de Mónaco. Existía cierto paralelismo en sus vidas. Las dos eran princesas y, ambas, eran conocidas por su extraordinaria belleza. Aunque, Ira explicaba, con modestia, que Carolina tenía lo mismo que ella “si bien en mayor abundancia. Ella es más hermosa, tiene un título más atractivo y es, además, la primera hija de un romance de cuento de hadas entre un príncipe y una estrella del cine”.
Se llegó a especular sobre su relación con el príncipe Rainiero , algo que Ira se apresuró en negar tajantemente en ¡HOLA! “¿Cómo voy yo a decirle a nadie que ‘he prometido a Rainiero que llevaría un aire de juventud a Mónaco’, sabiendo que él tiene el alma joven y además la juventud de Carolina y Estefanía, que son mucho más jóvenes que yo?” Además, aducía, estaban emparentados: “Rainiero es simpático, medio primo mío. O sea, que la madre de mi padre y el tío Luis XII eran hermano de la misma madre. Así que mi padre y Rainiero son, más o menos, como primos hermanos”.
“Se me han ido muchos trenes en mi vida por no estar lista en ese momento que han pasado”
Desde fuera, Ira parecía llevar una dolce vita. Pero ella, en verdad, prefería mantenerse alejada de la frivolidad que, paradójicamente, reinaba a su alrededor -“me repugna la falsedad, la hipocresía, aunque en el mundo en el que me muevo ya se sabe...”-. Porque si algo la caracterizó fue su rebeldía. No se sujetó a ninguna regla, ninguna etiqueta, y tampoco a nadie. Cambió cuantas veces deseó el guion de su propia vida.
Lo que más quería -y pocos sabían- era “demostrarle a la mujer que tiene que hacerse a sí misma. Ese, quizá, sea el secreto”. Aunque también se lamentó de haber dejado pasar algún que otro tren “todo porque en ese momento no estaba lista para hacerlo… ”. Por eso, la mejor enseñanza que quiso dejar a sus hijos fue “que las cosas hay que hacerlas bien, cuesten lo que cuesten”.
Reflexionaba entonces sobre el momento final. “Naces sola y te mueres sola”, nos decía. Pero lo que no sabía es que ella deja tras sí una apasionante historia.