“Eres mala, Muriel”, era la frase con la que sus hermanos, resignados a su suerte, apuntalaban sus errores cuando ella lo único que quería hacer en esta vida era escapar. Del sopor. Y de su casa, de su familia, del pueblo, de Avon. “Llama” e, incluso, de ella misma. Muriel soñaba con casarse como única tabla de salvación a su aburrimiento, a sus rarezas o a su insignificancia. Como fuera. Robando, o mintiendo y estafando porque, ya que perseguía un sueño, éste debía ser por todo lo alto. Con el hombre más guapo, más rubio, más triunfador y más musculado que hubiera. Fuera gay o no; le repugnara ella o no. Para dejar de ser anodina y convertirse en famosa. Porque el éxito, en su retina, tenía forma y textura y color. Y también volantes y cretonas y lazos y encajes y decenas de metros de cola y tul… Y, sobre todo, mangas de jamón. Un vestido de novia como una tarta de merengue con extra de nata montada. Una paulova de satén en definitiva que, rebobinando la cinta de VHS, veía una y otra vez sujeto a los hombros de una mujer que hoy es un mito, un icono pop, madre de rey y protagonista de una canción de Elton John: Lady Di. Ese vestido, hoy, en una porción muy pequeña pero importante para la Humanidad (rosa), puede ser tuyo.
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Por 35.000 libras el fragmento. 40.900 euros al cambio. Ay, si Muriel lo hubiera sabido… Porque en la película australiana La boda de Muriel, su protagonista, con el rostro y las curvas de Toni Collette —antes de convertirse en estrella de Hollywood, claro—, habría matado por oportunidad así. Y el guion habría sido otro. El objeto de deseo habría cambiado completamente. Porque para P. J. Hogan, que aún no había rodado ni La boda de mi mejor amigo ni Amor sin condiciones o Loca por las compras, aquel diseño era la metáfora perfecta de que los sueños se cumplen aunque, luego, demuden en pesadilla. Y que no hay que pedir ni permiso ni perdón ni dar explicación por ellos, aunque, después, te salgan mal. Los sueños se pueden cumplir. Punto. No siempre tal y como tú quisieras, vale, pero se cumplen al fin de al cabo. Sin embargo, con un pedazo de tafetán de seda como fin último, este determinismo habría sido mucho más prosaico. También menos indie aunque, por supuesto, muchísimo más hagiográfico, las cosas como son.
Pero entonces, hace 30 años, que el filme se estrenó en 1994, no había venta online. Y es así como ahora te puedes comprar un trozo del tafetán de seda color marfil del corpiño del vestido o la cola; o de la blonda de encaje del velo; o del encaje con pasamanería con que se forraron los zapatos; del forro que rozaba la piel de la princesa Spencer; o del satén de seda dorado con el que se anudaban sus hiperbólicas mangas que hicieron de aquel vestido uno de los más controvertidos de la Historia. Tan odiado y criticado como imitado y replicado hasta la extenuación. Un diseño icónico que, pedazo a pedazo, siguiendo los complicadísimos patrones de David y Elizabeth Emanuel, te puedes coser en casa a sabiendas de que pertenecen a los mismos retales con los que se confeccionó el modelo de Diana e, incluso, que formaban parte de los recortes del diseño original de 1981.
Además, junto con los distintos fragmentos de tela, el comprador recibe una leyenda sobre el tejido y su uso, así como un certificado de autenticidad. Por supuesto, con una garantía de devolución de 28 días si es que tu adquisición no te convence del todo. “Estas piezas de tela fueron literalmente del vestido de la Princesa de Gales”, se recalca en la web Paul Frasiel, el vendedor de telas gracias a quien los diseñadores hicieron acopio de material para construir este hito de la moda, hoy propiedad de sus hijos Guillermo y Harry.
En julio, aquel vestido cumplirá 43 años y hoy sabemos muchas cosas que, aún cuando se estrenó el filme en las Antípodas, solo se barruntaban. El sueño de Lady Di no lo había sido tanto… Solo un año después de que las canciones de ABBA se volvieran a poner de moda por el estreno de esta cinta mítica de los 90s, en 1995, Diana decía aquello de “en mi matrimonio éramos tres”, en su demoledora y hoy enjuiciada entrevista en la BBC. Sin mencionar que, en 1997, la princesa perdía la vida en el pont de l’Alma junto a Dodi Al Fayed o acompañando a Al Fayed, según The Crown… Sin embargo, sea como fuere, su vestido princesa aún hoy sigue incólume grabado en la memoria. Su trazo pomposo y barroco se marcó a fuego en el mismo instante en que aquella inglesa angelical de mirada melancólica y huidiza y extremadamente espigada y tímida, cruzaba la nave central de Saint Paul Cathedral. Se casaba el heredero del trono de Inglaterra y la muchacha que se reunía con él en el Altar Mayor hacía tiempo ya ocupaba las portadas del mundo entero.
Diana de Gales contaba con tan solo veinte años y si bien ya de por sí parecía una mujer que quisiera esconderse de todas las miradas, aquel vestido suntuoso y grandilocuente, tan irreal como los cuentos de hadas, parecía servirle de escondite. Era excesivo, era opulento, era oropel y boato. Era la representación de la perpetuación de la Corona más poderosa, pero también era el comienzo de una época y de una moda, la de los 80 que, en ese vestido, encontró la quintaesencia de lo que veríamos durante toda la década.
Porque hoy podríamos decir que tantos metros de tela, tantos volúmenes, tantos lazos y presillas eran el símbolo premonitorio del peso, del encarcelamiento o de la opresión que padeció Diana durante sus años de matrimonio pero, fuera de percepciones tan a posteriori, aquel modelo englobaba todas las tendencias -todas, repetimos- que se desarrollarían en mayor o menor grado en los años sucesivos. Algo extraño en un diseño nupcial donde, en cambio, se admite poco la vanguardia.
Sin embargo, quizás por lo mismo que entonces sería su gran virtud, hoy es su mayor talón de Aquiles. El vestido no ha envejecido todo lo bien que debiera porque, si bien en un momento dado, algo puede funcionar, todo lo demás chirría como las verjas de Buckingham Palace. No obstante, con él y sin saberlo, Lady Di fue la primera prescriptora de moda de los 80. Tanto de los encajes de Madonna en Buscando a Susan desesperadamente como de los satenes de Cindy Lauper y sus escotes corazón en Girls just want to have fun. Sin olvidar que, dentro de su asincronismo -no olvidemos que le agregaron retales de encajes antiguos en el escote y las mangas para resaltar el concepto imperio de la reina Victoria- , el vestido suponía una revolución.
Precisamente por la ‘percha’ de este artículo: el tejido. La elección de la tela especialmente, pero también, la extrema dimensión de la cola y la holgura de los frunces, lo convirtieron en un diseño que rompía con todo lo anteriormente visto. Los Emanuel apostaron por un tafetán de seda que se arrugaba solo con mirarlo, algo totalmente “inapropiado” tras décadas de tejidos almidonados o vaporosos. Y el día de la boda, ese efecto se enfatizó aún más al meter el vestido “a presión” dentro de la cabina de un carruaje cuando, antes, para tenerlo estirado, se tuvo que habilitar una sala especial adyacente a Buckingham. Un año después, Adolfo Domínguez acuñaría su mítica frase “la arruga es bella”.