La víspera del lunes 28 de noviembre de 1966, Truman Capote repasaba los últimos detalles del que iba a ser el gran Baile del Siglo y cayó en la cuenta de que le horrorizaba la idea de que los destellos multicolor de rubíes, zafiros y esmeraldas pudieran estropear su cuidada escenografía en blanco y negro. ¿Quizás solo platino y diamantes? ¡Lástima! Ya no daba tiempo a imprimir nuevas invitaciones. Porque, efectivamente, ya estaban cursadas y, desgraciadamente, habría que aguantarse con el brillo de la opulencia. No quedaba otra. Y así, sin impedimento alguno, gemas de todo color y condición lucieron en los escotes, las muñecas, manos y cardados de la alta sociedad neoyorquina, de las estrellas de Hollywood y Broadway, y de los contados invitados internacionales que, de incógnito bajo máscaras venecianas, bailaron, chismorrearon e hicieron negocios en los salones del Hotel Plaza. Fue un éxito de convocatoria. De reducida, selecta y esnobista convocatoria. “Anoche, Capote hizo 500 amigos y 15.000 enemigos”, comenzaba la entradilla de una de las crónicas periodísticas de aquella noche. Porque quien no había sido invitado, había muerto socialmente. No era nadie. Eso era una obviedad, pero aquella noche no solo fue fatídica para el que había sido ninguneado. La estilográfica con la que se habían anotado los nombres de los elegidos se convirtía en un arma de doble filo y asesinaba también y poco a poco a quien osó empuñarla: el mismísimo autor de Breakast at Tiffany’s .
Porque fue el principio del fin de Capote. Ganarse enemigos tan gratuitamente tendría sus consecuencias. Ya saben lo que dicen: en el ascenso a la fama, no hay que dejar muchos muertos en la cuneta. Y si no hay contemplaciones a la hora de subir a toda velocidad, al menos, hay que asegurarse de rematar, y bien, al que atropellas a tu paso, porque si no, si no… Te esperarán en tu caída. Porque siempre te caes. Y Capote cayó. Y a Capote lo esperaron. Vaya que sí. Todos. Especialmente, porque quienes podría haberlo defendido, no lo hicieron. Lo abandonaron a su suerte. Fue el precio de la traición.
Precisamente con ella y con la subsiguiente vendetta comienza Capote vs. the Swans, la segunda entrega de la saga Feud , una serie que comenzó con el amor/odio entre Bette Davis y Joan Crawford en “¿Quién teme a Baby Jane?” y con la que el rey Midas de la televisión, Ryan Murphy, llevará ahora a la pequeña pantalla el que quizás sea el mayor escándalo de la high society de todos los tiempos. Que ¿de qué polémica hablamos? De la revelación de los secretos de alcoba -y alrededores- de las princesas de Park Avenue , las mujeres más ricas, influyentes y poderosas de una época irrepetible y por quien, hasta entonces, había sido su bufón de Corte: el creador del new journalism, Truman Capote.
Y es que cuando al autor de A sangre fría se le ocurrió publicar los secretos de sus confidentes más íntimas, no sabía -o quizás, sí- que aquella hoguera de vanidades iba a arder aún 50 años después. Algo también impensable hoy día cuando las exclusivas tienen poco más de unas horas de recorrido puesto que el damnificado o, mejor dicho, el protagonista en cuestión de la filtración puede reventar el scoop incluso a su favor en sus propias redes sociales. Y con la consiguiente avalancha de haters hacia aquel que se atrevió a descubrir una menudencia inadecudada de su ídolo... Porque hoy son menudencias. Sin embargo, aquello que contó Capote de sus “cisnes” no lo fue. Él las llamaba así. A sus musas . Mujeres que no habían nacido para ser almas libres, sino reinas de sus jaulas; mujeres que dominaban el mundo, pero sigilosamente, sin estruendo, sin foco siquiera… Mujeres que se rendían a los infiernos de sus almas, al sexo y el desenfreno, pero tras las puertas de sus dormitorios y bajo llave… Y Truman traicionó porque quizás sintió que vivían a través de él.
¿Cómo definir el atractivo de estas mujeres increíbles que marcaron la mitad del XX y que, sin embargo, a ojos de 2023 podrían ser una suerte de “amas de casa” a lo Mujeres desesperadas ? Es difícil porque ellas significaron los últimos estertores de un tipo de mujer que hoy ya no existe. De hecho, quizás esa habría sido su tragedia: saberse los últimos dinosaurios de un mundo que pronto estaría dominado por otras especies. Así lo cuenta el guionista de la serie, Jon Robin Baitz, nominado a los premios Tony y Pulitzer, cuyos textos se están traduciendo en imágenes a través del objetivo de Gus Van Sant, que firmará, por cierto, los ocho episodios de los que consta la entrega. “Ryan y yo mantuvimos conversaciones exhaustivamente íntimas sobre lo que es la amistad, lo que ocurre cuando te haces mayor, y cómo hay un abismo que puede abrirse entre tú y la gente a la que quieres a medida que cambias“, ha contado Baitz quien se obsesionó con el cambio cultural que se produjo en las décadas posteriores a la Guerra. “Cuando el mundo de la elegancia, el ritual y la clase estaba siendo suplantado por un fervor de juventud nuevo: de discoteca, de Studio 54, de drogas y de sexo libre. Lo que había sido interesante y glamuroso hasta entonces ya no lo era”.
Los cisnes tenían nombre. Hoy, salvo por algún editorial de moda, casi resultan anónimos, pero en su momento, protagonizaban los ecos de sociedad, llevaban vestidos de Edith Head y cimbreaban sus cinturas por áticos diseñados por Billy Baldwin y decorados por Charles Eames… Ellas eran Babe Paley, Lee Radziwill, Ann Woodward, C.Z. Guest, Slim Keith y Marella Agnelli y hoy ya sabemos algunos de los nombres de las actrices que las devolverán, en 2024, a la actualidad con, presumiblemente, una máquina de mercadotecnia cercana a la barbiemanía de este verano. Naomi Watts será Babe, mientras que Tom Hollander dará vida al escritor de voz atiplada. En el reparto también aparecen Calista Flockhart, como la hermana de Jacquie O, Demi Moore, como la malograda Woodward, y Diane Lane y Chloë Sevigny y Molly Ringwald... que se sepa a día de hoy.
Porque la trama, basada -por lo que ha trascendido en los mentideros cinematográficos estadounidenses- en el texto de Kelleigh Greenberg-Jephcott, autora de El canto del cisne, girará en torno al vínculo de amistad entre Capote y Paley y a lo que supuso su ruptura. Un antes y después insalvable por la publicación del cuento corto La Côte Basque, 1965, un texto que supuso el germen de la debacle total: Plegarias atendidas, la novela inconclusa que se publicó una vez ya fallecidos ambos cuando todo era irreparable de verdad. “Una enemistad nunca tiene que ver con el odio; una enemistad tiene que ver con el dolor, siempre”, ha dicho Murphy sobre el leitmotiv de su serie. Pero aquella era también una bella fábula sobre los peligros de la ambición, los problemas con el dinero y los instintos despiadados de unas damas que, como en la canción de Alaska, miran la vida pasar. Mientras almuerzan, eso sí. Tal y como dijo el propio Capote: “Mis cines, a pesar de que no nacieron ricas, nacieron para ser ricas”. Porque se habían casado muy bien y sabían gastar su dinero mejor. “Ser ellas mismas suponía ser su mejor obra de arte“. Pero, sí, dentro de su bolsa de celofán, eran intocables, pero se aburrían muchísimo.
Entonces, Capote pretendía escribir, cómo no, su personal En busca del tiempo perdido. Pasó cerca de veinte años trabajando en aquella novela con el título de la famosa cita de Santa Teresa de Jesús. Tanto tiempo como Proust lo haría con los Caminos de Swann... O, al menos, eso dijo Capote. Que escribía y escribía. Que iba a ser su obra maestra. Que había que esperar, pero que iba a ser una obra cumbre… Cobró sustanciosos anticipos y el manuscrito lo paseaba (y a veces, perdía) de costa a costa de EE.UU. O por la costa amalfitana o la azul francesa... Pero nunca jamás lo terminó. Ni llegó a publicar. En vida. Sí, sin embargo, ese maldito primer capítulo, La Cote Basque 1965. En él, Capote recogía un almuerzo en el restaurante homónimo de la calle 57, “frente al St. Regis”, de unas damas de la alta sociedad. Y, utilizando como percha el incidente que sufrió Nan Kempner cuando el maître del restaurante le impidieron entrar al salón vistiendo un smoking de Yves Saint Laurent tal y como apareció en prensa, reprodujo, con todo lujo de detalles, morbosos y mordaces, conversaciones y cotilleos reales y vergonzosos, de todos sus cisnes. Por supuesto que Capote utilizó las confidencias de sus amigas. Pero ellas no solo eran sus fuentes. También eran sus protagonistas y, hasta ese mismo momento, sus amigas. Se cuidó, obviamente, de cambiar la mayoría de los nombres, pero mantuvo los engaños, los excesos, los celos, los crímenes del corazón... Y de los otros… Woodward terminaría sucidándose por aquellas revelaciones… (A saber, Ann era la viuda del heredero de la banca Billy Woodward. Viuda porque lo disparó y mató ella misma una noche tras cenar en el Oyster Bay con el duque y la duquesa de Windsor, cuando supuestamente lo confundió con un merodeador... Ejem).
Ellas por supuesto que se reconocieron en el relato. Unas a otras. Y estas otras, por las unas. Y todas, en general, por las demás. Se supieron la comidilla del país, de quiénes no las conocían y de aquellas a las que, incluso, habían girado la cara en más de una ocasión… A Truman no solo le retiraron la palabra, lo cancelaron. Sería la primera víctima, casi la primitiva, de la hoy tan manoseada “cultura de la cancelación”. Como al bufón que ya no hace gracia, le cortaron la cabeza. Pensaron que aquel que se sentaba, en batín oriental, entre los cojines de seda y damascos y las escuchaba y escuchaba y escuchaba -cuando nadie más lo hacía- era completamente inofensivo. Como su maltipoo color canela. Pero no, tenía garras. “Al fin y al cabo los escritores escriben de lo que conocen y tienen cerca, ¿no?”, respondería Capote cuando se le preguntó por aquella “deslealtad” quizás cansado de ser “utilizado”... Porque, ¿quién utilizaba más a quién?
Durante un tiempo, Babe Paley y Truman Capote fueron prácticamente inseparables. Ella, a quien dará vida Watts como contamos, era la famosa y bellísima esposa del dueño de la CBS, Bill Paley, y una antigua editora de moda sobre la que Capote escribió: “La señora P. sólo tenía un defecto: era perfecta . Por lo demás, era perfecta”. Él era diminuto, indiscutiblemente amanerado y gay, tenía acento sureño, su madre había sido una aspirante a actriz, su padre era desconocido… pero había logrado convertirse en el enfant terrible de las letras, un hombre inteligente y de habilidades sociales sin parangón del que The New York Times, antes de su ascenso al parnaso literario, diría que era “particularmente atractivo” para la golden society. Parecían agua y aceite, pero en su caso, sus densidades eran afines. Se cuenta que ambos se conocieron cuando el productor cinematográfico David O. Selznick preguntó a los Paley si podía llevar a su amigo Truman de paseo en su avión. Suponiendo que Selznick se refería al ex presidente, dijeron que sí y cuando llegó a la cita Capote y advirtió en las caras del matrimonio el desconcierto, desplegó todas sus armas de seducción masivas. A pesar del malentendido, Babe se enamoró de él. Su esposo supo que no había de qué preocuparse. Aquel “locuelo” la iba a cuidar mejor que su madre. Solo que, años después, en aquel relato con nombre de restaurante, se contaba que una tal Cleo Dillon (arrebatadoramente similar a Paley) tenía un marido con truculentos escarceos extramaritales con, a saber, la esposa del gobernador de Nueva York.
C.Z. Guest, a quien presumiblemente dará vida Chloë Sevigny, fue junto a Joanna Carson, el único cisne al que Capote no manchó las plumas, en la serie, diseñadas por Zac Posen mientras el propio Murphy se ha ocupado de la dirección artística para hacer del set de rodaje “una película propia de Zeffirelli”. Ella fue fotografiada hasta la extenuación por Slim Aarons y pintada por Diego Rivera, Andy Warhol y Salvador Dalí. Guest fue una de las socialites más famosas de su generación, fue incluida en el Salón de la Fama de la Lista Internacional de las Mejor Vestidas y esposa de Winston Frederick Churchill Guest y, más allá de haberse casado en La Habana prefidel, quizás no tenía mucho que decir de ella. Carson, la segunda mujer de la estrella televisiva de nombre de pila “Johnny” se encargaría de custodiar sus cenizas a la muerte del escritor. Más tarde, serían subastadas y compradas por unos 40.000 euros por unos compradores anónimos. Todas las demás, le dieron la espalda. Slim Keith que fue, con su pelo rubio y su complexión atlética, la primera it-girl genuinamente americana, esposa de Howard Hawks e inspiración real de los personajes de Lauren Bacall; Lee Radziwill, hermana de Jacquie K y luego O y devenida en princesa polaca; Gloria Guinness, por la cerveza, pero antes Graf von Furstenberg-Herdringen y Fakhry Bey, princesa de Egipto; Marella Agnelli, princesa de Caracciolo y esposa del Avocato y, por supuesto, Babe a quien un cáncer le devoró el pancreas poco después de aquella indiscreción imperdonable.
“Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas” dicen que fue la cita de la santa abulense que inspiró a Capote para su libro nunca terminado o lo que es lo mismo: ¿Qué ocurre cuando las personas que han conseguido todo lo que querían -fama, fortuna, poder y prominencia- tienen que vivir con las consecuencias? Ese fue un enigma con el que Capote y sus Cisnes tuvieron que lidiar sin saber tal vez que, en esa lucha, es difícil que alguien salga victorioso.