La niebla cubría la costa y se adentraba decenas de kilómetros en el océano Atlántico. No era una noche apacible aquella del 16 de julio de 1999. Un avión, el Piper Saratoga II, se adentraba peligrosamente en la oscuridad a unas 12 yardas de la isla Martha’s Vineyard, en Massachusetts, en el noreste de Estados Unidos. Y sin la luna ni las estrellas iluminando al horizonte, emprender un viaje en esas condiciones era, paradójicamente, a todas luces casi un acto suicida. Como adentrarse en las negras fauces de un lobo. Además, el piloto carecía de la pericia necesaria para hacer frente al clima adverso… De carisma, sin embargo, John John Kennedy andaba sobrado . También de temeridad y de inconsciencia. Pese a las tragedias que se habían cernido sobre su familia, aquel no era un hombre asustadizo. Todo lo contrario. Adoraba el riesgo y esa sensación de precipitarse al abismo y gozar de una descarga de adrenalina.
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La avioneta jamás llegó a su destino. Hacia las 21:41 de la noche, se estrelló en el mar y sus tres ocupantes murieron en el acto. Sus restos mortales serían encontrados a la deriva tres días después y la noticia, que daba la vuelta al mundo, conmocionaba a todo un país: ‘Los príncipes de América’ habían muerto. John John Kennedy se convertía en mito para la eternidad y rubricaba aquella maldición que comenzó a forjarse el mismo día de su tercer cumpleaños cuando, con su abriguito azul y el sol radiante cegándole los ojos, despedía a su padre con la manita en la sien y honores de Estado. El maleficio de los Kennedy se cobraba dos vidas además: las de las hermanas Bessette, Carolyn, su esposa, y Lauren, su cuñada. Trigueñas, espigadas, como modelos de un vídeo de Robert Palmer, eran la imagen del éxito y de los 90s. Comenzaba así una nueva leyenda, tan morbosamente atractiva como lo habían sido sus protagonistas en vida, cuando reinaban desde su ático de Park Avenue sobre Nueva York y el mundo los aguardaba como la nueva esperanza.
Tal y como informaba la BBC un año después cuando se hizo público, el reporte final de la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte de EE.UU indicaba que el accidente tuvo su origen muy posiblemente en la inexperiencia del hijo del presidente Kennedy, que no fue capaz de pudo mantener el control del avión mientras se precipitaba al agua en medio de la noche y que esta incapacidad para maniobrar “fue resultado de una desorientación espacial”. Según el cuaderno de bitácora, el avión partió del aeropuerto del condado de Essex, en Nueva Jersey, y el plan previsto era hacer una escala en Martha’s Vineyard para dejar a Lauren y continuar con su esposa hasta Hyannis, Massachusetts, donde la pareja asistiría a una boda de familia. Sin embargo, a medida que John John se alejaba de la costa y la mala climatología unida a la oscuridad de la noche acechaban el aparato, éste fue perdiendo referencias visuales que le permitieran mantener la orientación. Así, el avión era como absorbido en una especie de agujero negro en el que no era posible identificar el horizonte o se perdía el sentido de qué es arriba y qué es abajo. Bajo esas condiciones, científicamente, el oído interno, que regula nuestro equilibrio, y el cerebro dejan de interpretar los movimientos correctamente y se produce la desorientación. En este tipo de condiciones, los pilotos experimentados dejan de guiarse por sus sentidos y se concentran en leer los datos que le muestran sus instrumentos de vuelo, pero John John no pudo. Fue incapaz. John John “no está listo para una evaluación de instrumentos. Necesita entrenamiento adicional”, rezaba en su examen final que le concedía, no obstante, el certificado habilitante para pilotar vuelos comerciales un año antes.
Ésta es la versión oficial, pero, al igual que ocurre con la muerte del expresidente John F. Kennedy y su padre, asesinado el 22 de noviembre de 1963 a manos del controvertido Lee Oswald y tres balazos circenses -acordémonos del film de Oliver Stone JFK-, deja tantos vanos abiertos que la rumorología conspiranoica se desata. Como ocurre cada año en que se cumple una efeméride redonda y los rostros más atractivo del fin de siglo vuelven a ocupar otra vez las páginas de sociedad, por un lado, y, por otro, las estanterías de libros donde se amontonan memorias no autorizadas en las que se airean turbios gossips y fotos satinadas de una pareja de treintañeros que parecía que iba a comerse el mundo. Él con el torso dorado bajo el sol de Central Park y pantalones de algodón gris, unas veces; ella con su melena rubia recogida y un abrigo oversize de Calvin Klein, otras tantas.
Se acaba de cumplir el 24 aniversario del trágico accidente y aunque la fecha perfecta es el verano próximo con el cuarto de siglo, Ryan Murphy, el rey Midas de las biografías hagiográficas y de una preciosista dirección de arte tan fiel como irreal, ha anunciado un nuevo hilo para su saga American Story . Será la American Love Story en la que, para darle comienzo, rescatará la historia del que la opinión pública bautizó la nueva esperanza blanca de los demócratas y de su mujer, la siempre contenida publicista neoyorquina Carolyn Bessette. Ambos formaban uno de los matrimonios más bellos, admirados, perseguidos, envidiados e influyentes de una década, la de los noventa, opulenta, vestida de Armani y oro, de utilitarismo sofisticado y que parecía insulsa e indolente frente a las anteriores, cuando, por el contrario, sus ingredientes (los celos, las adicciones y las infidelidades) fueron los de siempre.
A la sombra de su padre
Tenía 38 años cuando el mar lo engulló y tras Versace, OJ Simpson, Clinton y Lewinsky, Murphy volverá abrir la Caja de Pandora de los símbolos americanos. No ha dado detalles de cómo abordará ese accidente que volvió a truncar el destino de los Estados Unidos porque, según las últimas publicaciones, John John habría -por fin- entendido que su destino era el de la política y no el periodismo, las leyes o la interpretación. Si lo hará como Billy Wilder, con un flash back a lo El Crepúsculo de los Dioses mientras William Holden flota sobre las aguas. O como Dickens en sus Tiempos díficiles, por el principio de los principios, cuando el ‘novio de América’ se convertía en el niño más famoso, querido y triste de un país en el cementerio de Arlington, mientras su madre, con un velo negro sobre su rostro, le aferraba a su lado y el féretro de su padre delante de él. La tragedia estaba ya en su cara huérfana y las imágenes, recogidas por televisión, hacían de su historia y de su dolor cultura pop.
Desde entonces y a medida que iba creciendo y sus rasgos aventuraban que el joven aguantaría mejor que bien un primer plano o un cuerpo entero en una portada, John John estuvo bajo el foco de la prensa mundial y eso que, mientras que pasó sus primeros años de vida entre el cuadrilátero de Washington DC, las paredes de la Casa Blanca y de Wall Street, no mostró ningún interés por la política. De hecho, tras graduarse en Historia por la Universidad de Brown, ejerció como abogado en el distrito de Nueva York, pese a que las leyes nunca fueron lo suyo tampoco y su madre, ya convertida en Jackie O, ejercitara dedicara todos los esfuerzos posibles para que un día alcanzara el sillón más poderoso del Planeta en el Despacho Oval. Lejos de todo eso, el sex appeal de John John lo sacaría del anonimato de los tribunales de justicia y sería elegido el ‘hombre más sexy del mundo’. Era la imagen del yuppi de los 90, aunque después se ha sabido que detrás de tanto relumbrón, había más de una sombra.
Brooke Shields, Cindy Crawford, Sharon Stone, Madonna… Incluso se cuenta que Diana Spencer… estuvieron bajo sus sábanas. Christopher Andersen, uno de sus biógrafos, cuenta que John John solía llamar por teléfono a su mejor amigo y le decía: “Mira la portada de People. Me la tiré anoche“... Quizás por eso decidió editar su propia revista, George , en 1995, cuatro años antes de su muerte. Éste sería el gran proyecto periodístico de su vida, una publicación en la que pretendía hacer de la entrevista política un género nuevo, más cercano al show. Y así, mientras que por sus páginas pasaban desde Robert de Niro a Drew Barrymore empezando por Cindy Crawford vestida presidente Washington, las instantáneas de John John incendiaban las redacciones -y hoy, Instagram- con sus trajes de hombros poderosos y cinturas estrechas, con sus sudaderas XXL y sus beige chinos de pinzas, con sus rockys rojos, su pecho velludo y sus bandanas en la frente. No obstante, en 1999, parece ser que, ante la crisis financiera de la revista y una previsible venta de George a Steve Florio de Condé Nast, John John ya se había decidido a seguir los pasos de su padre, aunque la mayor de las Bouvier no viviera tampoco para verlo. Externamente, era la viva imagen del hombre seguro de sí mismo, competitivo, viril, decidido, pero moderno. Por dentro, el hijo de JFK había batallado con la presión de vivir bajo la sombra de su padre , tan carismático y tan seductor como él.
Es cierto que había nacido en medio del poder y del esplendor de una familia llamada a ser la realeza de una república pero, muy pronto, John John tuvo que enfrentarse a la tragedia de la muerte de un padre que, además, era una figura histórica . Y enorme. Eso lo convirtió en un ser bastante complejo y dual. “Él decía que era como dos personas en una. Interpretaba el papel de John Fitzgerald Kennedy Jr., el hijo del presidente, pero, por dentro, solo era John”, contó su amigo personal y también biógrafo Steven M. Gillon a la revista People cuando publicó America’s Reluctant Prince (algo así como El príncipe reacio de Estados Unidos) en donde contaba que, para sobrellevar la presión de su apellido, John solía tratar de tener poco tiempo libre: hacía kayak, esquiaba, patinaba, jugaba fútbol y nunca paraba de intentar dar salida a su energía y llamar la atención. Además, en su juventud se sentía tan abrumado por el recuerdo de su padre, que se refería a él como ‘el presidente Kennedy’, una fórmula fría y distante con la que dirigirse a su padre cuando él era todo contrario: bravucón, irlándés, temerario y pasional, un joven que caía en la imprudencia y aceptaba actividades de alto riesgo sin medir las consecuencias.
No obstante, con el reflote de sus finanzas, Gillon cuenta q ue John-John empezaba a reconciliarse consigo mismo y su pasado para pensar seriamente en su futuro como político. Su padre ya no era tan lejano (incluso empezó a referirse a él como ‘papá’). De hecho, había decidido lanzarse a la gobernación de Nueva York. Según muchos, se trataba de un primer paso hacia la Casa Blanca. “Estuvo toda la vida intentando descubrir quién era y qué quería hacer. En sus últimos años, comprendió que la política formaba parte de su ADN. Creo que estaba preparado para responder a la llamada”, reveló el historiador.
Para entonces, ya había dejado la relación amorosa más larga que había mantenido hasta la fecha, Daryl Hannah con la que, se cuenta, estuvo cinco años y medio de idas y venidas solo por fastidiar a su madre, a la que la de Splash no gustaba ni uno, ni dos ni tres pimientos. De hecho, ya formaba pareja estable con Carolyn Bassette. O quizás no tan estable. O posiblemente, sí, y todo lo que se ha contado a posteriori forma parte del mito. Porque, ya se sabe, a la gente nos encantan los mitos. Los vivimos desde la Antigüedad y los perpetuamos a lo largo del tiempo, tanto que incluso perdemos las razones por las que esos mitos fueron alguna vez personas. O las olvidamos sin más. Veamos.
Carolyn Bessette provenía de una familia -de clase media- que nada tenía que ver con la saga de los Kennedy. A principios de los noventa, trabajaba como publicista en Calvin Klein, una de las firmas de moda americanas con mayor relevancia internacional. De hecho, había participado en las campañas de mayor impacto del genio de la ropa interior: las que protagonizó Kate Moss. Su carrera profesional estaba en auge y no fue hasta 1994 cuando se oficializara su relación que había comenzado dos años antes porque, aunque parecía una pareja perfecta, la realidad era muy distinta.
Mientras que John John era pura imagen, ella nunca soportó estar delante de los objetivos de las cámaras y la presión mediática le resultaba angustiosa. Así, mientras uno organizaba grandes eventos sociales con cada número de su revista, Carolyn renegaba de esta exposición pública y de la fama y de la popularidad. No ofrecía declaraciones a ningún medio de comunicación y las únicas imágenes de la pareja eran captadas en actos públicos a los que acudían siempre casi dándose a la fuga: con él cogida de la mano y ella, siempre con actitud huidiza y la mirada fija en el suelo. Pero esa reticencia, los hacía más y más deseables. Hasta el punto de que los paparazzis acamparon a las puertas de su condominio en Nueva York. Es más, su boda se celebraría en septiembre de 1996, pero a diferencia de otras bodas Kennedy, magníficas y magnificentes, ésta tuvo lugar en una pequeña isla frente a la costa de Georgia. Y en la clandestinidad más absoluta.
Aquella intimidad forzada y el circo mediático de tres pistas en el que se encontraban les pasó factura si bien, en el momento de su muerte, las versiones se contraponen. Hay quien dice que John John había decidido por fin seguir adelante con la relación con el firme compromiso de convertise en padre. Otras fuentes, sin embargo, apuestan por que aquella cita familiar a la que acudía la pareja era, en realidad, el último canto del cisne. Que John John había pasado sus últimas noches en un hotel y que allí había recibido la visita de Julie Baker, una de sus ex. Es más, que cuando se estrelló la avioneta, el matrimonio ni se hablaba. Que la relación estaba condenada al fracaso tras meses de terapia conjunta.
Porque en eso, en que la pareja había tenido una profunda crisis que había necesitado de la ayuda externa y profesional, todos se ponen de acuerdo. La jefa de relaciones públicas de Calvin Klein sedujo a John John porque no se sintió impresionada por su apellido ni su leyenda y le trató de tú a tú, algo que hizo que perdiera la cabeza por ella. Después, esa indiferencia minaría el ego del ‘hijísimo’… Se conocieron en 1994, y en 1995 le pidió matrimonio durante un fin de semana que se marcharon a pescar a Martha’s Vineyard. “La pesca es mejor con un compañero”, le dijo John a Carolyn mientras le daba un anillo de platino rodeado de diamantes y zafiros. Tardó tres semanas en decirle que sí.
Porque hay quien mantiene que la joven seguía enamorada de su pareja anterior, Michael Bergin, al que nunca fue capaz de olvidar y quien fue su amante durante todo su matrimonio. Lo mismo que Julia Barker en el caso de John John. A eso, habría que sumar la diferencia de carácteres y de formas de ver la vida, las dificultades para quedarse embarazada -tuvo un aborto- de Carolyn y el acercamiento de Kennedy a la política porque, para Carolyn, un escaño en el Senado significaba multiplicar exponencialmente su presencia bajo el foco… Pero en esas, y contradiciendo estas premisas, la socialité, que no solía asistir a los actos oficiales de la familia Kennedy, aceptaba la invitación para la boda de la prima Rory Kennedy, no veía mal la idea de ir con su marido en avioneta y de llevarse consigo a su hermana, volar por la noche y hacerlo en medio de un banco de niebla. El resto ya es historia. O como decíamos, mito.
Porque comenzaba en este punto la reinterpretación de la vida privada de la bella Carolyn, demasiado seria, sofisticada y reservada para un país que volvía a vivir un duelo inexplicable y que necesitaba un culpable o, al menos, una cabeza de turco, para dar salida a su frustración. Contradiciendo a todas las opiniones de su personal más cercano, amigos y vecinos, que la describían como una persona luminosa y afable, comenzó a formarse una imagen de una Bessette neurótica y controladora, castradora en la cama, frígida y consumidora compulsiva de cocaína. Así, todos los huecos de biografía que ella se había ocupado en mantener bajo el silencio y la privacidad se rellenaron a través de dimes y diretes que se inflaban más y más a medida que el imaginario colectivo se iba haciendo también más imaginativo y perverso. Como resumió el Independent cinco años después del accidente, la hija de un ebanista y una funcionaria de la educación pública fue “envidiada en vida, pero vilipendiada tras su muerte”. Porque el reparto de las culpas no fue solo machista, sino también clasista. ¿Cómo osaba una donnadie a seducir y engañar a un miembro destacado de la Comunidad? La familia Bessette, tras la tragedia, emitió un comunicado sin salirse del guion oficial. “Cada una de estas tres personas jóvenes representaban el amor, el éxito y la pasión por la vida. John y Carolyn eran verdaderas almas gemelas”, y añadieron que encontraban “consuelo en el pensamiento de que ambos acompañarían a Lauren para siempre”. Porque la familia había perdido a dos de sus hijas.
Pero, pasado el luto y desatado el efecto culpabilizador hacia Carolyn, la discreción y conciliación iniciales se transformaron en una batalla legal en la que querían demostrar que la negligencia de John John como piloto era la única causa de las tres fatídicas muertes. Un acuerdo extrajudicial, que entonces el Telegraph cifró en 15 millones de dólares (entre los 20 que habían pedido los Bessette y los 7 que ofrecieron inicialmente los Kennedy) y que muchos consideraron que incluía una cláusula de silencio sepulcral dieron carpetazo al asunto. El asunto que, cada 16 julio, vuelve a abrirse. Y que en 2024 será el guión de una serie en donde los límites del “basada en hechos reales” y el “todo parecido con la realidad es mera coincidencia” los marcará el público, sediento de nuevos mitos y, ya se sabe, los verdaderos mitos, para serlo, han de desaparecer.