El viernes ya nos habían llegado las fotos de Esther Cañadas con su hija, Galia, en la playa. “Única”, “espectacular”, “impresionante”, “inigualable”... Los adjetivos se nos agotaban en la redacción al ver la sensacional figura de la supertop española... A sus 46 años, su estilizado perfil de interminables piernas, de torneados glúteos y cintura de guitarra, dibujado por el mar Mediterráneo o la arena dorada de la playa, no tenía nada que envidiar al que la convirtió en reina de las pasarelas y el rostro más deseado de los 90, cuando su mirada felina y su melena salvaje ocupaban las fachadas de los rascacielos de Times Square, Trafalgar Square o los históricos edificios de Place Vendôme y Via Montenapoleone.
Sin embargo, en 2006, la albaceteña decidía tomarse un respiro para, en 2014, convertirse en madre y, también, en mito, porque no se veía factible su regreso a la moda . Pero eso ocurrió. Justo antes de la pandemia. Entonces decidía retomar poco a poco su carrera, de la mano de Olivier Rousteing para Balmain, aunque, eso sí, escogiendo minuciosamente el motivo y el momento y haciendo de cada una de sus presencias un hito histórico.
Por eso, tras ese momento familiar bajo el sol de la isla pitiusa, su sorprendente aparición cerrando el carrousel del desfile de caballero primavera-verano de Dsquared2, en Milán, ha sido una revolución de proporciones planetarias. Cruzaba la catwalk y con ella culminaba el show de los italocanadienses por todo lo alto, arrancando del público asistente, desde Ricky Martin a Isabel Jiménez, los mismos apelativos que antes habían cruzado de mesa en mesa, las oficinas de ¡HOLA!: “No es real”, “Diosa en la Tierra”, escribían. Y es que nadie como ella para defender ese sugerente vestido negro completamente abierto y sujeto únicamente con un broche en forma de langosta daliniana.