Quedaban pocos minutos para el estreno en el Festival de Cannes de la última película de Just Philippot, Acide. Y el director y los protagonistas de la cinta, Guillaume Canet y Laetitia Dosch, posaban delante de los paparazzi que, dicho sea de paso, disparaban también a todo lo que se moviera en su radio de visión. Invitados, influencers, cazadores de autógrafos… ya saben, en busca de ese escote, esa pierna interminable, esa sonrisa, ese descuido picantón que consiguiera darles, entre codo y codazo, escalera sobre escalera y grito por encima del grito, un bonito recuadro en publicaciones de medio mundo… porque, sí, señores, un photocall es lo más parecido a una cacería en la jungla. Y, de repente, sucedió.
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Una desconocida, de tipazo imponente, y vestido largo -que si es largo, ya cuela-, se paraba en medio de la escalera de La Croissette. Todos los fotógrafos, vestidos con el esmoquin reglamentario, repararon en ella. El vestido es azul y amarillo, los colores de la bandera de Ucrania y, tras girarse y sonreír a los objetivos, se saca dos bolsas pintura que esconde en sus, hasta ese momento, prominentes pechos, y los estalla de un impacto sobre su cabeza. La acción sucede en pocos segundos, pero los suficientes para que los clicks fotográficos y los resplandores de los flashes inmortalizaran la imagen: una joven cubierta de pintura carmesí como si una bomba rusa le hubiera cercenado el cuerpo y la hubiera herido de muerte. Los policías y los guardias de seguridad que custodiaban la red carpet y las entradas y salidas del recinto corren hacia la chica para mantener el orden público y “salvar” sus vergüenzas. Pero el acto de protesta de la joven ya ha sido captado y retransmitido al mundo entero. Ya forma parte de la Historia de este Festival.
Porque las alfombras rojas son terreno vedado, vale, pero abonado a todo tipo de situaciones. A veces, tiernas, como Nanni Morandi bailando con sus bracitos el alto, como un cisne de Tchaikovsky, antes de presentar Il sole dell’avvenire recreando de esta forma una de las escenas de su película, con sus musas alrededor y la música de Franco Battiato al fondo; otras, repetitivas, porque el percance que acabamos de contar tuvo un antecedente parecido no hay mucho tiempo, el año pasado, para ser exactos, cuando otra mujer se quitaba el vestido para mostrar la desnudez de su cuerpo disimulada con los colores del país eslavo y una leyenda sobre el vientre: “deja de violarnos”; e, incluso, zoológicas, porque si bien el genio del suspense Alfred Hitchcock recomendaba a los actores no compartir jamás un plano con un animal porque éste te lo roba como poco, Johnny Depp evidentemente no ha tenido tiempo en todos estos años para leer la wikiquote y permitió que la chihuahua de una fan, con ojitos lastimeros, le arrabatara sin toda la secuencia su regreso a las grandes citas del cine después de su sonado y polémico divorcio.
Pero las situaciones que suelen ser las más habituales en las alfombras rojas que se precien de serlo son las que tienen que ver con el vestuario. O con la ausencia de él. Porque, en las alfombras, una imagen vale más que mil palabras. 1) porque los tapices que envuelven Cannes, Venecia, los Oscars… son kilométricos y en las ellas, las estrellas pasan, posan, pasan, posan en la lontananza, ergo punto en boca, 2) porque manda el que más y más alto grita Ici, avec plaisir o Here, please para llevarse el gato al agua y la pupila de la celebrity se clave en la pupila azul del fotógrafo, con lo que, en ese guirigay, es imposible recoger una declaración destructiva, polémica, reveladora o sorprendente… y 3) porque el discurso, por intenso y político, se pierde cuando lo que se busca realmente es el golpe de efecto. Eso, cuando hay intención. Cuando no, es que el vestido te ha jugado una mala pasada. O ambas cosas a la vez. Véase la polémica de este año con los tacones y las chanclas. Han leído bien “chanclas”, no sandalias.
“¡Vestida para impresionar!”, así comenzaba la crónica de hola.com sobre la llegaba de Jennifer Lawrence sobre la alfombra roja como invitada al estreno Anatomy of a Fall en la 76ª edición del Festival de Cannes. “Lo que entonces nadie sabía es el secreto que guardaba bajo su flamante vestido rojo de Dior con falda luminosa y volante en el escote”, proseguía el texto. Porque la actriz llegaba a la ciudad de la Riviera francesa como productora de la cinta Bread and Roses, el documental que se exhibió en el certamen sobre la vida de las mujeres afganas y el régimen talibán y lo hacía con un imponente Dior, firma de la que es Embajadora desde hace años... Pero ¿no parecía un poco más chaparrita de lo habitual? Porque la rubia protagonista de Los juegos del hambre estaba impresionante con su vestidazo Old golden Hollywood, que sí, que te lo compro, pero, sin embargo, algo chirriaba en su outfit.
Hasta que comenzó a bajar las escaleras del pabellón cinematográfico. Ahí, estaba la razón de su sorprendente y nuevo “tamañito”: había sustituido los habituales stilettos de 15 centímetros que suelen calzar las celebrities para pisar con garbo el tapiz rojo de estas ocasiones por… ¡unas chanclas! La imagen se hace viral y los medios de comunicación buscan un significado a esa opción “fashionista” que, para el paseo paseo marítimo es fetén siempre y cuando no lleves un vestido de fiesta… Así que, teniendo en cuenta la historia de Lawrence con sus tropiezos y caídas subiendo y bajando escaleras (recordemos: caída para recoger el Oscar, su tropiezo al año siguiente y, dos años después, la pérdida del zapato cuando salía de una cena en Londres), la explicación a ese desaguisado estilístico era más que obvia: razones de comodidad y de logística. Y la imagen posterior de Julia Roberts descalza en la misma alfombra parecía confirmar la decisión de Lawrence: “comodidad vs altura”. Pero aquí estamos para añadir algo más. Los tacones en la alfombra roja de Cannes son un acto político. El Festival francés, escaparate del cine experimental y de las nuevas corrientes cinematográficas desde su nacimiento (véase la nouvelle vague o el neorrealismo italiano) vive unas décadas en las que se le ha colgado el sambenito de reaccionario, chauvinista y, sobre todo, machista. ¿Una sola ganadora de la Palma de Oro como directora en 25 años? Pero volvamos a los vestuarios…
En Cannes existe una regla estética no escrita. Un mandamiento arbitrario y sexista que, en 2015, saltó a la luz y casi hace saltar por los aires el Festival entero: “prohibido no llevar tacones”. Lo que ocurre es que, con una pandemia en medio, casi nos hemos olvidado de la Era pasada. Lo denunció entonces la revista ‘Screen’ que aseguraba que a varias invitadas -con “a”-, se les prohibió pasar por la red carpet porque “sus zapatos no tenían un tacón lo suficientemente alto”. Y aquello no pudo ocurrir con una película menos apropiada para prohibiciones sexistas. Se trataba de “Carol”, con Cate Blanchett y, evidentemente, a aquellos guardias de seguridad y ujieres estéticos nos los pudo cargar otro más que Murphy, el de la Ley. La polémica sobre esta prohibición saltó a las ruedas de prensa y allí opinó todo Cristo. Desde Benicio del Toro a Josh Brolin pasando por Emily Blunt… “Todo el mundo debería llevar zapatos planos”. “Deberíamos evitar siempre los tacones, pero es mi opinión personal, es muy decepcionante escuchar cosas así, deberíamos saber que ahora que se supone que hay una cierta igualdad entre las mujeres y hombres, las mujeres no son solo objetos”, reivindicó la actriz de El diablo viste de Prada para agregar después que, si lo hubiera llegado a saber, ella “hubiera llevado deportivas todo el rato por Cannes”. Por eso, desde entonces, Julia Robert no lleva tacones en Cannes... Que, a ver, que Inés de la Fressange, cinco años antes, en 2011, ya había hecho lo propio combinando sus vestidos de noche con sandalias planas, pero la historia más allá de publicarla HOLA, quedó en algo exótico, excéntrico, aristocrático y local…
¿Siempre han existido alfombras rojas?
Sea como fuere, ya sabes que, si te encuentras con Julia en una red carpet y tú llevas una cola, godet o velo más o menos kilométrico, jamás te va a rasgar el vestido con la tapa de su stilletto, porque ella va descalza. Y no así como le ocurrió a Rihanna cuando, en la Met Gala de 2014, Stella McCartney casi la deja sin falda de un pisotón. Pero, ¿por qué es tan importante lo que uno se pone en una alfombra roja? ¿Siempre han existido alfombras rojas? ¿La simbiosis entre moda y espectáculo es algo nuevo o forma parte del principio de los tiempos? ¿Y las estrellas eligen lo que se ponen? ¿Hay un negocio detrás de tanto vestido, joya y tacón - o chancla- o sandalia? Obviamente, la red carpet es el escaparate de la industria y su función es la misma, por extensión, a la que tienen las vitrinas iluminadas de cristal de las boutiques de las zonas comerciales. Ahí, puedes ver piezas más espectaculares, las nuevas colecciones, los reclamos que te incitan a soñar y a comprar. Como las manzanas más pintonas en los emboques de las fruterías, igual.
Es especialmente visible en el primer trimestre del año que se cierra apoteósicamente con el comienzo del verano y Cannes y se reabre con Venecia en septiembre. En los primeros meses del año, las Semanas de la Moda se suceden a penas sin apenas descanso una tras otra. Londres, París, Milán, Nueva York, Pitti (Florencia) y todas ellas coinciden con la temporada de premios del cine y la música. Globos de Oro en enero, los Grammys en febrero, los BAFTA (y los Goya), Gala de los Óscar, Met y Cannes… Con este trajín, centenares de modelos, cantantes, actrices, aristócratas… recorren durante semanas las páginas satinadas de las revistas y diarios previo paseo por las distintas alfombras de todos estos acontecimientos, en los que repetir modelo -como sucede en una boda- no es una opción. Todos son hechos a medida. Todos forman parte de la última colección del diseñador de turno. Y todos responden a una estrategia de marketing, de comunicación y comercial que tuvo su origen en una inocente pregunta que lanzó la actriz Joan Rivers en 1995 cuando, al pie de la pasarela de los Oscars de ese año, formuló a voz en grito la siguiente interrogación: ¿De quién vas vestida?’.
Desde ese momento, la alfombra roja se convirtió en un escaparate publicitario sin precio. Es decir, imposible de cuantificar. Y el glamour que envuelve a estrellas y vestidos se apuntala con contratos mercantiles que, según Business of Fashion, alcanzan cifras astronómicas y responden a planes de comunicación de marca, como poco. Por ejemplo, en 2016, Leslie Jones, protagonista de Cazafantasmas , twiteaba que ninguna firma quería vestirla para el estreno de su película por tener una talla grande. Christian Siriano le tomó la palabra y le cosió un vestido rojo con la pierna al aire y un escote bardot por el que se desbordaba. Con este movimiento, Siriano no sólo generó una ovación mediática, sino que la operación le sirvió para mostrar su larga apuesta por la inclusividad.
O sea, lo que viene siendo un win-win en toda regla. Una acción de mercado que convierte a estas hogueras de vanidades en una herramienta de trabajo -más- de primer orden. Para marcas, estudios y publicistas de estrellas. Y lo mismo ocurrió con el movimiento #MeToo y todo lo que llevó consigo. Esta corriente se tradujo en alfombras rojas más conscientes (en 2018 los Globos de Oro se tiñeron de negro como símbolo de protesta contra el patriarcado y la discriminación hacia las mujeres), los looks tienen una intencionalidad político reivindicativa y las estilistas ya no solo juegan a ver qué vestido sienta mejor a sus clientas sino también qué repercusión tendrá en las redes sociales. ¿O es que pensaban que las prendas de archivo de Zendaya, la reina del vintage, no forman parte de su vocación por ser la emperadora de la moda sostenible? Solo un movimiento feminista, el que impulsó el #AskHerMore, que se apoya en la idea de que las mujeres no pueden ser “juzgadas” por su apariencia, podría mover los cimientos a esta fructífera relación entre moda y espectáculo cimentada por décadas y décadas de información aspiracional.
Porque lo que hizo Carrie Bradshaw, o mejor dicho, Sarah Jessica Parker y Patricia Field por Manolo Blahnick no fue solo granjearle un posicionamiento de mercado al zapatero canario, sino además, darle un nicho intergeneracional y transversal. Toda mujer se veía en su oficina con su camiseta de zara, su short y sus Manolos. Y no es un único ejemplo, lo de Sex and the City es una una gota en el océano de la mercadotecnia. La gran pantalla siempre ha sido el espejo en el que mirarnos y sus efectos son como los de una gripe contagiosa. ¿Su síntoma primordial? La fiebre por replicar el armario de las celebrities. Y eso viene de mucho antes que naciera la propia Sarah Jessi.
En 1932, Joan Crawford lucía en Letty Linton un etéreo vestido de organdí blanco lleno de volantes diseñado por Gilbert Adrian, el que sería director del departamento de vestuario de Metro Golden Meyers durante 16 años. Tras el estreno de la película, el modelo se convirtió en el sueño de todas las niñas y Macy´s decidió cumplirlo, llegando a vender 50.000 réplicas del vestido. Era la época en la que las actrices de Hollywood se convierten en las nuevas diosas, cuando nacen las revistas de moda y gossips y sus rostros llenan sus páginas y los catálogos de las peluquerías y tiendas de moda y costura. Ellas dictarían las tendencias del momento, máxime porque los diseñadores de vestuario no sólo producírían sus vestidos para las películas, sino también todo su vestuario durante la campaña de promoción… ¿No nos suena esto a algo? ¿A Jenna Ortega con su Miércoles tal vez? Bueno, pues antes que ella, ya lo hicieron Audrey Hepburn o Elizabeth Taylor, con Givenchy y Christian Dior, respectivamente.
Dando un salto a nuestro tiempo, el protagonismo de celebrities para la industria hizo de las alfombras una pasarela y fue nada más y nada menos que Giorgio Armani quien dió los primeros pasos para capitalizar la atención mediática que recibían estos eventos. En 1991 las redacciones de moda bautizarían los Óscar como los premios Armani, ya que todas las grandes estrellas que acudieron al evento –Jodie Foster, Tom Hanks e incluso el presentador de la gala, Billy Crystal– lucieron alguno de sus diseños. Por aquel entonces eran los diseñadores quienes elegían a quién querían vestir. Es decir, Armani elegía a sus embajadores y como no todo el mundo conseguía ser “el elegido”, era un privilegio que la casa italiana quisiera vestirte. Hoy hemos llegado a un ten con ten y los diseñadores quieren asociarse con las celebridades que pueden convertirse en modelos a seguir por los consumidores….
Eso, siempre y cuando los consumidores estén dispuestos a esconderse bajo un disfraz de plumas o a enseñar centímetros y centímetros de piel, cuando no, a despellejarse vivos. ¿Cómo? Sí, que al igual que las alfombras son un buen lugar donde reivindicar. También lo son para reivindicar(se). Del primer supuesto, nos encontramos con la modelo Mahlagha Jaberi que, con una soga al cuello, ha denunciado en La Croissette este año las más de 500 penas de muerte que llevamos en Irán sin que el tribunal de Derechos Humanos haga más que mandar comunicados de repulsa. Del segundo, iconoclastas varias a lo largo de la Historia, que hay un montón. Fue el caso de Bjork en los Oscars del 2001 que llevó uno de los vestidos de plumas más icónicos de todos los tiempos y no por inspirador ni referencial, sino por gráfico. Iba vestida de ave. Fin. De cisne, en realidad con seis huevos de avestruz (los podemos considerar como accesorios) a los Oscar. “Los dejé caer con cuidado en la alfombra roja”, contó más tarde. “Pero los guardaespaldas de otras personas no paraban de recogerlos y decir con su marcado acento americano: ‘Perdone, señora, se le ha caído esto’”.
Otra artista que no es muy dada a las metáforas y es muy naturalista en sus expresiones fashionista es Lady Gaga que, en la gala de los MTV de 2011, se presentó con un modelo confeccionado en carne cruda. Evidentemente se trataba de una repulsa al consumo humano de carne y la matanza sistemática e indiscriminada de animales… Por cierto, aunque el vestido de la Germanotta estaba confeccionado con filetes de vaca, el modelo aún existe y se puede ver actualmente en Las Vegas como parte de la exhibición Haus of Gaga en el Parque MGM. Ahora, ya no es un vestido de carne cruda. Se trata de una réplica en polietileno.
Aunque, en realidad, en la mayoría de las ocasiones, el escándalo salta, no tanto por lo que uno lleva, sino por lo que no lleva y deja ver. Ya sea queriendo o sin querer. O, jugando con infinitivos y gerundios, sin querer queriendo. Fue el caso del Versace vaporoso en seda verde de Jennifer López en la ceremonia de los Grammy del 2000 que, comparado con el Gucci de Irina Shayk de hace unos días en Cannes es de párvulos en “Teoría del escándalo y el desnudos. Tomo1”. Se trataba de un vestido en cota de maya transparente con ropa interior con logo o, según el lenguaje fashionista, un naked dress joya. Eso sí, con calcetines. Ejecutivos. Aunque, si nos ponemos historicistas… pues tampoco era para tanto. Barbra Streisand, que no se caracteriza ni por ser una devorahombres pero tampoco por una mojigata, eligió un diseño de Arnold Scassi para los Oscar de 1969 en el que no calibró el efecto transparente que iba a adquirir la tela ante los flashes de los fotógrafos y oups, pasará a la historia por haber recibido en ropa interior su Oscar a la mejor actriz. . ¡Ups! Y sí, Cher, Barbra fue a primera. Tú fuiste la segunda.
1988 con su diseño de plumas, lentejuelas y tul, la protagonista de Hechizo de Luna se llevó su merecida estatuilla y si ponen su nombre en Google es la primera imagen que parece. Aunque a veces no hace falta tampoco enseñar mucho. Basta con que se deje intuir para que las redes, pacatas ellas, te saquen en dos millones de memes y se te atragante el Oscar. Por cierto ¿de dónde saca la gente tanto tiempo e inventiva? Ése es otro tema. Volvamos a Anne Hathaway, su Prada y sus nipples. Lo suyo ha pasado a la posteridad como uno de los grandes errores (horrores) de vestuario en la alfombra roja. Tanto fue así que la de Princesa por sorpresa tuvo que pedir disculpas. En 2013, según explicó la propia actriz, se enteró el día antes de la gala que otra actriz iba a llevar un Valentino muy parecido al que ella tenía previsto ponerse así que, ni corta ni perezosa, puso a su equipo de publicistas de panicar porque decidió cambiar de estilismo. Quería un Prada. Y como si el diablo se hubiera convertido en vestido, rosa, de tubo y satén, con dos quillas que marcaban el vértice de su pecho piramidal, le jugó una más que mala pasada.
Pobre, que era muy joven…Porque si te pasa con otra edad, hasta le sacas partido. Publicitario, promocional, unas risas, whatever… pero partido. En 1997, mucho antes de que las Kardashian dejaran ver su ropa interior en las alfombras rojas y de que Kim pusiera de moda la faja, Victoria Abril se marcó un híbrido entre los dos conceptos. La actriz , gracias a una prenda con escote invertido, vamos que se la puso al revés, dejaba al descubierto una faja-pantalón con un tanga superpuesto. Años después explicó que había acudido sin pantalones porque a su asistente se le habían olvidado y no tenía otra cosa que ponerse. “Además, tenía 30 años, las piernas bronceadas y me dije: ‘¿Por qué no?”.Y lo mismo, Susan Sarandon que protagonizó todos los titulares después de presumir de escote en 2017 en Venecia demostrando que no hay límite de edad para lucir un escote de vértido. Más allá del debate que generó su vestido, la actriz también se saltó el protocolo posando con gafas de sol en la alfombra roja. Que el sol del Lido, lo dice todo el mundo, es cegado.
Porque la provocación sexual, siempre funciona. Ahora, no lo necesita, porque es madre de familia numerosa, es embajadora de buena voluntad por la UNICEF… Pero, entonces, tampoco. A ver, guapa, actriz inclasificable, hija de una leyenda del cine independiente, Jon Voght… Pero Angelina Jolie necesitaba epatar. Y si bien, en los Oscars de 2012 no hubo otra cosa nada más que su pierna sobresaliendo por la abertura de su Versace de terciopelo, la primera vez que la ex de Brad Pitt fue candidata a los premios de la Academia, en 2000, decidió dar un beso en los morros a su acompañante. Nada extraño a no ser que lo suyo fuera un pelín incestuosos porque su acompañante y casi replicante era su hermano James. Cuatro años después, Jolie declararía a People: “En primer lugar, somos los mejores amigos. Y no fue un extraño beso con la boca abierta. Fue decepcionante que algo tan bello y puro pudiera convertirse en un circo”. Ea. Todo muy inocente. Luego llevaría la sangre de su marido Billy Bob Thornton en un frasquito en el pecho… A ver, Angelina, lo de llamar la atención te había dado fuerte…
Y que no eres nadie si no das que hablar… En 2018, el cineasta italiano Luciano Silighini se paseó por la alfombra roja del Lido con una camiseta con el lema: “Weinstein es inocente”. Solo había sido acusado por más de 70 mujeres de agresión sexual... Casi lo matan, obviamente, pero su minuto de gloria el chaval, lo tuvo. Que es algo que en el caso de Kim Kardashian es un leit motiv. Por sí misma y por quien se acerca a ella. Si es de malos modos, mejor. En la alfombra roja de la presentación de su fragancia True Reflection 2012, que, por el número de medios eso era como una Superbowl, un activista por los derechos de los animales le vertió por encima unos kilos de harina gritándole algo así como “¡piojosa bruja de las pieles!”, que si bien suena a insulto de Cruella de Ville, a la pobre Kim le arruinó el día. Que no es comparable a que te arruinen toda una vida… Como a la pobre Anna Allen quien, sin haber ido nunca a una alfombra roja de los Oscars, esa red carpet, la de 2015 y su recortable –tan tierno , naif y tan patético que Los Javis no pudieron olvidarse de ello en Paquita Salas- la arruinó la carrera.
Todo es admisible, fíjense lo que les digo, menos llegar a las manos. Tom Hanks en esta edición de Cannes, que ha sido un totum revolutum, estuvo a punto de perder los nervios y si no llega a ser por su mujer, se le hubiera escapado una galleta y eso, eso penaliza. Que de un telefonazo a Will Smith a ver qué le dice. Y lo suyo no fue flor de un día. Hace una década, antes de jugar a pugil con Chris Rock, ya se entrenó con un “bromista” durante el estreno de Men in Black 3 en 2012. Un humorista ucraniano, Vitalii Sediuk, intento besarlo y, sin oír aquello de haz el amor y no la guerra, el de El principe de bell Air, le soltó una guantada al grito de “¿Cuál es tu maldito problema, amigo?”. Y sí, ya lo sabemos. El problema lo tenía él.