Tiene la habilidad de abordar los grandes dramas de la vida con la pureza emocional de una copla de León y Quiroga o con la aparente sencillez del simbolismo de un poema de Lorca. Y le sale de natural. Habla así. De la muerte de una madre, de su salvación a través del teatro, del amor, del desamor… No es raro que cante. Pero música con alma. Con quejío. Flamenco, soul, bossa… Cómo no iba a hacerlo, si con nueve años vio a Lola Flores y se quedó ‘pasmá’. Cómo será la cosa que sus amores siempre la han llamado Faraona. Añil, su chico, así la tiene en el móvil. Es músico y con él, Belén López se ‘echó al monte’, perdón, ‘al naranjel’, el del cante. Estas Navidades de hecho, con su Sillita de oro reinventó el concepto del villancico, impregnadito como estaba de olor a jazmín y yerbabuena. Y, sí, fue un éxito.
Pero, ¿qué vino antes, la actriz o la cantante? “Eso es como preguntarme qué fue antes, el huevo o la gallina. Que mi madre me llevara tan niña al teatro a ver a Lola, eso, niño, te deja huella. Y después, las reuniones familiares, que eran siempre una buena excusa para el cante y el baile… Y que a mi madre le encantaba el cine. Era una cinéfila grandísima. Y artista. Que era peluquera... Yo heredé su arte”. También la peluquería, que mantiene abierta, en Sevilla. Bel and Co. Y que no solo tiene un valor sentimental en su vida, también metafórico y casi sustancial. Porque para que la indecisa Belén aprendiera el oficio hacía sus cursos de hairstyle en Londres y en París y, allí, entre tijeras y secadores, también había tiempo para musicales en el West End y La Comédie Française, hasta que ‘La López’ supo que quería ser artista. Lo raro es que hubiera salido para notaria, obvio.
“Porque lo mío ha sido siempre una necesidad. Yo interpreto y canto porque es la forma de expresarme”. Y también porque, muy joven, no tenía ni 20 años, el arte le “salvó la vida. Tuve esa suerte”. Porque sus padres murieron y, paradójicamente, tuvo la inmensa fortuna de, dado que la vida le había dado ese revés, saber darle la vuelta y, como dice la sabiduría popular, “sacar leche de una alcuza”. “Me tocó enfrentarme muy pronto a esa tragedia, pero cogí mi dolor para utilizarlo como un resorte. Para crecer. Para evolucionar. Porque… yo soy de pensar bien. De pensar bonito. ¿Qué iba a hacer? ¿Instalarme en la pena? Seguramente no habría sido la misma si mis padres hubieran seguido viviendo la vida… Todo habría sido de otra manera… Pero tengo el don de ver el vaso medio lleno y, tan chica, me dio por pensar que era una afortunada porque no iba a ver a mis padres envejecer, que siempre, en mi pensamiento, serían jóvenes”.
Esa positividad se impregna en todo lo que hace. “Yo soy una disfrutona de la vida y no me quiero perder nada”, recalca. Pero tanto es así que eso se convierte en un arma de doble filo cuando no pocas veces le toca hacer frente a personajes duros, trágicos, con un rico mundo interior pero emocionalmente secos por fuera. “¿Sabes cómo lo pienso yo? En mí está ser la mujer más desgraciada del mundo o la más feliz. De mí depende. Y yo elijo ser feliz. Me autogestiono para que así sea”. Y lo bueno atrae cosas buenas, claro. “Es como un bumerán. El universo está preparado para lo que tú quieras enviarlo”. Eso y que hay miles de mujeres que la acompañan. Mil mujeres ha sido el tema que, sin pretenderlo, se ha convertido en un himno por y para la mujer. Sin embargo, hay dos de ellas a las que brinda sus éxitos: su madre y Lola Flores. “Me escuchan desde el cielo”.