Acababa de llegar a Hollywood. Aún no había explotado ni el me too ni se había desencadenado el movimiento black lives matter ni ninguna otra actriz negra –después de Hattie McDaniel con Lo que el viento se llevó- había vuelto a ganar un Oscar y, por supuesto, Westein seguía haciendo castings sin encomendarse a Dios, pero sí y mucho al diablo… Soplaban otros vientos y no eran ni los del poder de las minorías ni los de la belleza de la diferencia ni muchísimo menos tampoco había ratios raciales en los repartos de las películas… Nadie se había planteado el tema de la supremacía yankee -blanca, heterosexual y protestante- sencillamente porque ésa era la norma, así que, con semejante paranorama, para convertirte en el hermano gamberro y graciosete del tío Oscar bastaba con ir a lo fácil: con tirar de humor burdo, arquetípico, soez y sí, racista. O sea, te podías reír abiertamente de un acento.
Corría el 2002 y Penélope Cruz era una recién llegada pero con mucho muchísimo que decir. Eso sí, con una entonación que no era la normativa, ni de Wichita ni de Connecticut. Pues bien, ese año, la de Jamón Jamón obtuvo un triplete de nominaciones a los Razzie, es decir, a esos premios que durante 40 años se han convertido en la antítesis sinvergüenza de los míticos premios de la Academia con los que celebran, dicen, lo peor de lo que la industria ha sido capaz de generar en cada edición. Por Vanilla Sky (el remake de Abre los ojos, de Alejandro Amenábar, protagonizado por Tom Cruise), por Blow (el “narcothriller” con Johnny Depp) y por La mandolina del capitán Corelli, (el melodrama romántico en la que aparecía junto a Nicolas Cage).
Entonces, Penélope era un blanco fácil. Socialmente, no era 2023, obvio. Era “una novia de”… De Tom Cruise para ser exactos (sí, estos premios también son machistas) y, por supuesto, quedaba mucho para que fuera poderosa y ganara un Oscar, de reparto, por Vicky Cristina Barcelona, de manos de Wood Allen (ahora, cancelado) y una candidatura al de mejor actriz por Volver, en castellano y de La Ventilla Almodóvar mediante.
Sin embargo, 21 años después, Pe ha sumado una cuarta candidatura. Por Agente 365, un thriller de espionaje dirigido por Simon Kinberg y protagonizado por Jessica Chastain en el que un grupo de espías deben trabajar juntas para evitar un complot que podría desembocar en la Tercera Guerra Mundial y en donde la de Alcobendas interpreta a una inspectora del servicio de inteligencia. De Colombia, para variar… Vale, visto así no es que resulte muy alentador pero es que ¿alguien esperaba un derroche de Actors Studio para una cinta comercial? ¿O es que los críticos de los Razzie han visto en la Chastain un reinterpretación rollo las Fresas salvajes de Bergman en versión militar y en Penélope, en cambio, a Betty La fea? Si, entre subjetividades anda el juego. Pero… ¿qué ha podido pasar?
Vayamos primero a la naturaleza de los Razzie. ¿Qué son los Razzie? A bote pronto se trata de unos galardones que alardean de mal gusto y abrazan fervorosamente la fealdad. Su razón de ser es arrasar con los brotes tiernos o hacer leña del árbol caído. Serrín si es posible y si te llamas Glenn Close, más. Desde su nacimiento, en 1981, la misma edición en la que Ordinary People, opera prima de Robert Redford, se hacía con el Oscar a la mejor película, han sido criticados por su falta de seriedad y de rigor, pero ¿qué se puede esperar de un acontecimiento que surgió ya sin saber qué significaban esos términos? Porque, si a alguien le queda alguna duda, The Golden Rapsberry o sea, las frambuesas de oro, significan, en jerga macarra, las pedorretas del año.
Los Razzie son, en realidad, la verdadera antesala de los Oscars. Nada de Globos de Oro. De hecho, el sobre de sus candidaturas se abre un día antes que las de la figurita dorada. Así los instituyeron desde el comienzo de los tiempos John Wilson y Maureen Murphy, profesores –adjuntos- de la Universidad de California y trabajadores rasos de una productora mediana de Hollywood y, a la sazón, cofundadores de estos premios al desprestigio, que convirtieron a la película de los Village People, Cant stop de Music en el primer film acreedor de ser el peor de la historia de los peores. La entrega se hizo el mismo día que los Oscars y, de buenas a primeras, devino en una tradición anual ininterrumpida. En 1984, se habían convertido en un fenómeno bizarro para medios locales de Hollywood para, después, ser la guinda sinvergüenza de los informativos de las grandes cadenas de noticias. Este éxito propició que la ceremonia cambiara de recinto –en primera instancia, era la cafetería de una escuela primaria– y de fecha: pasó a celebrarse en la noche previa a los Oscars para tener repercusión… Mundial. Y lo consiguieron, sí.
Sin embargo, la misma desfachatez que les ha permitido reírse de la pacatería de la industria o de su conservadurismo o, incluso, de los grandes taquillazos de escaso valor artístico en menoscabo de producciones menores, independientes y con pretensiones artísticas, se les ha vuelto en contra cuando se han dejado llevar por fobias personales, el humor de trazo grueso o sencillamente, por la aniquilzación por la aniquilación. Tal es así que han terminado siendo víctimas también de mismo que ellos denunciaban y, por supuesto, deambulando más de una vez por el alambre de ser “cancelados”, en el sentido más Westein del término. Porque si bien Madonna ha sido premiada seis veces como peor actriz; Sylvester Stallone, diez; o la comedia de Adam Sandler consiguió diez trofeos también con un solo film Jack & Jill, algo así como el Ben Hur de lo peor de lo peor, los Razzie han tendido siempre a cebarse con los más débiles y, en Hollywood, eso se traduce con aquellos que tienen más difícil ser o convertirse en todopoderosos de la industria porque no responden a los cánones. Es decir, repiten patrón. O lo que es lo mismo, que, sí, que la pedorreta se la lleva la de Blonde , Ambition o Rambo, ok, pero la pléyade de víctimas a los que atacan en las ternas son siempre los extraños o extranjeros del paraíso. Y si no que se lo pregunten a Penélope Cruz, Antonio Banderas, Salma Hayek o Sofía Vergara.
Mención especial merece quizás Glenn Close, la pobre, que en 2021, en cuestión de una semana, era candidata al Razzie a la peor actriz del año y, casi al mismo tiempo, al Oscar a la mejor actriz. Ya había ocurrido con Sandra Bullock, aunque, eso sí, por distintos papeles. Que podría ser que la de Miss Agente Especial hubiera tenido un buen manojo de malas tardes, o sea, todas las de un rodaje, y, en cambio, en el otro, en el que obtuvo la nominación al Oscar, estuvo en estado de gracia perpetuo. Pero en el caso de la mítica Marquesa de Marteuil de Las amistades peligrosas, se trataba del mismo papel, de la misma película, del mismo trabajo, en definitiva , Hillbilly, una elegía rural. ¿Cómo podía ser? Porque la crítica siempre es subjetiva, vale, pero ¿tanto? ¿Un mismo trabajo es susceptible de ser considerado uno de los cinco peores del año y uno de los mejores at the same time?
Pero volvamos a Penelope… O quizás, debiéramos volver quizás a Ana de Armas. Parecía cantado que con la hispanocubana se iban a hacer un Glenn Close en toda regla, pero una cosa es ser el graciosito de turno y otra, muy distinta, convertirte en un racista redomando cuando no es que soplen nuevos vientos, es que el huracán del latin power ha llegado a la vicerpesidencia de la Casa Blanca. Y que nominar a Penélope y a Ana en la misma terna olía tan fatal como Dinamarca para Hamlet.
“Quiero jugar a ser latina, pero no quiero ponerme una cesta de frutas en la cabeza todo el rato”, declaró la actriz que ha vuelto a hacer historia en los Oscars consiguiendo entrar en la terna de las mejores actrices cuando su lengua madre no es el inglés y, sin embargo, ha puesto voz a uno de los iconos genuinamente americanos del siglo XX: Marilyn Monroe. Pero no, no ha sido fácil. Primero, porque el trabajo que ha tenido que hacer ha sido ímprobo -luego iremos con eso- y segundo, porque ha tenido que hacer frente a la lucha paralela de 1) reivindicarse como la actriz idónea para encarnar ese papel 2) hacer frente a las críticas porque su acento no era exactamente el que tenía la californiana de Niágara. ¿Solución salomónica para los Razzie? Su película –en la que no hay fotograma en la que no salga ella- se ha llevado la palma de los Razzie; ella, sin embargo, se ha salvado de la quema… Porque ardiendo, lo que se dice ardiendo ha estado durante toda la promoción. ¿Daños colaterales? Pe. Y como si se tratara de un castigo “por no hacer ningún esfuerzo en atemperar su acento latino”.
Ana de Armas practicó horas diarias para acercarse al acento de Marilyn Monroe. “Se trataba de observar sus expresiones faciales, su boca, la redondez de sus labios, cómo mostraba sus dientes inferiores y por qué las ‘o’ eran así. La voz de alguien es más que un acento concreto. Dice mucho más de una persona”, declaró para LA Times la actriz cuando se estrenó el filme. Porque la de El Internado no solo tenía que interpretar a una mujer cuyos gestos tenemos grabados en el bulbo raquídeo, tan particulares como sensuales, tan cándidos como trágicos, es que tenía que interpretar a una anglosajona. De hecho, llegó a confesar que recordaba ese proceso como “una tortura. Agotadora. Mi cerebro estaba frito”. Sin embargo, desde el momento en que se proyectó el tráiler y se posteó en redes, a la actriz le cayeron por todos lados. Mítico fue aquel comentario de su compañera de rodaje en Puñales por la espalda, película por cierto en donde sus ojos verdes robaban plano a cualquiera por muy aria que fuera esa cualquiera… “Creí que era una joven poco sofisticada…”, soltó Jamie Lee Curtis. Solo porque su dicción y declamación no era lo suficiente anglosajona para sus oídos de Beverly Hills. Tuvo que salir Brad Pitt en su defensa. “Ana lo hace fenomenal. Marilyn es un vestido difícil de llenar”, dijo el actor, reconociendo además que, hasta que no llegó Ana al proyecto, éste no pudo levantarse.
En este último Festival de San Sebastián, Ana de Armas quiso zanjar la historia. “Quien quiera oír el acento, lo oirá, y quien no quiera, no. Marilyn tenía una voz diferente en cada película que luego en la vida real no era así, pero bueno...lo más decepcionante es que muchas de las críticas venían de personas que ni siquiera habían visto la película” y recordó que, cuando hizo la prueba para Blade Runner, estaba en un momento en el que “no me salía nada, por el tema del acento, que eres cubana pero no pareces cubana… Después de la tercera prueba con Denis y Ryan tardaron en llamarme y yo estaba convencida de que me iban a decir que no por las mismas razones que llevaba oyendo meses. Para mí fue totalmente inesperado haber roto esa barrera”.
Porque Ana de Armas rompe con una barrera que nos habíamos acostumbrado a que estuviera siempre ahí y, en su caída, ha levantado una polvareda mediática que estaba adormecida cuando, sin embargo, al levantarse, ha revelado muchas cosas del espíritu norteamericano malentendido, claro. En especial, el imperio de un acento neutro en un país pluri y multi étnico-linguistico. Por ejemplo, ninguna actriz latina ha conseguido hacer ningún papel que no sea el de latina. Sophia Loren, en su momento, logró no hacer de italiana. Dio igual, fue princesa rusa. Simone Signoret fue francesa siempre... O es que ¿nadie se acuerda de que Antonio Banderas fue considerado en la edición de Dolor y Gloria como un “actor de color”?
Así fue porque su lengua materna, más que su fisiología, le situaba en esa nomenclatura porque la brocha gorda estadounidense angloparlante monolingüe convencional pinta lo hispano (o latino) con otro color que no es el blanco. Una locura se mire por donde se mire. Sobre todo cuando, después, a los grandes actores estadounidenses se los considera como tales cuando reproducen acentos que les son ajenos. Quizá el caso más clamoroso sea el de Meryl Streep a la que hemos visto imitar el acento polaco en La decisión de Sophie, el ucraniano en La caza, el italiano en Los puentes de Madison, el británico en La dama de hierro… Pero ¿realmente lo hace bien? Es una gran actriz, eso es indudable pero ¿no será que se limita a reproducir otro estereotipo, el del acento que un estadounidense supone que tiene un extranjero hablando inglés? N
adie suele preguntar a los hablantes de otros idiomas qué opinan de las imitaciones de sus acentos por parte de actores estadounidenses. A los españoles, por ejemplo, que el Príncipe de Aragón fuera Denzel Washington en Mucho ruido y pocas nueces nadie nos consultó sobre el asunto, por ejemplo… Es posible que no nos importe demasiado, claro que no, la película de Kenneth Brannagh es deliciosa pero con esta especie de chovinismo fonético se corre el riesgo de producir resultados sobreactuados y ridículos. Que como diría Antonio Banderas, por esa regla de tres, solo un actor danés podría hacer de Hamlet… Y que, bueno, para qué negarlo, nos ha dolido lo de Penélope. My Goodness!