Las ganas de vivir de Sara Carbonero son emocionantes y contagiosas. Y su capacidad para comenzar de nuevo las veces que haga falta y de hacer, de cada instante, un triunfo, dejan patente que está “llena de energía para seguir adelante” y que “el afecto es revolucionario”. Así lo contaba en sus redes en un vitalista post de agradecimiento a todos aquellos que, durante las últimas dos semanas, después del último susto, la han estado arropando con su cariño.
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Porque el pasado 21 de noviembre la periodista era operada de urgencia en la Clínica de Navarra tras una revisión rutinaria y, afortunadamente, tan solo una semana después, recibía el alta y volvía a sentir “el aire en la cara” y podía “respirar y disfrutar de otro atardecer más”.
De ahí, sus hermosas palabras. Porque “la vida es un milagro” y porque —recordaba— debemos gozar de sus pequeñas grandes cosas. Desde ese “temazo” —Rabia suave—, que le despiertan unas ganas irrefrenables de bailar, a “esa mano”, la de Nacho Taboada, que le “sujeta fuerte mientras te toca acordes de guitarra hasta dormirte”. De “unas amigas que cogen el primer avión para traerte unas flores y un puñado de risas” a “unos niños que te esperan con los brazos abiertos”. Evidentemente, aquí se refería a sus amistades de Oporto y a su íntima y socia Isabel Jiménez, con quien, por cierto, compartió este fin de semana una comida en el domicilio de la presentadora. Y, también, por supuesto, hablaba de Lucas y Martín, sus hijos. Y dentro de esos “afectos” incluía sin duda a Iker Casillas, que realizó un viaje relámpago para estar con sus hijos y, sobre todo, ver a Sara tras su operación (no había podido aún estar con ella, ya que la intervención coincidió con el comienzo del Mundial de Catar y su trabajo como comentarista). Con sus niños se fue a su pueblo, Navalacruz, en Ávila, que para él es su santuario, el lugar donde toca tierra cuando todo está revuelto, donde recobra fuerzas y ánimo y donde disfruta tanto como sus hijos de la vida sencilla, de la vida de verdad.