El comunicado oficial de la Infanta Cristina y su marido, Iñaki Urdangarin, anunciando de común acuerdo la “interrupción” de su relación matrimonial sigue trayendo cola. Ni cese, ni separación, ni divorcio. “Un impasse”, aclaró Mario Pascual Vives, abogado del ex duque de Palma. Pero Doña Cristina no es la primera Borbón que recurre a esta original fórmula para poner fin a su vida marital. De hecho, la Familia Real española lleva siglos practicando la llamada interrupción: desde la reina Isabel II hasta los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia, pasando por las Infantas Eulalia y Pepita.
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Isabel II de España, retatarabuela de Doña Cristina, fue pionera en el espinoso asunto de dejar a su marido sin tener que separarse o divorciarse. La reina y su esposo, su doble primo hermano, Francisco de Asís de Borbón, se separaron extrajudicialmente cuando salieron de España, en 1868, e iniciaron su exilio en Francia, acogidos por el emperador Napoleón III y su mujer, la emperatriz Eugenia. La ruptura entre la monarca y su refinado consorte, apodado por el pueblo como “Paquita Natillas”, fue amistosa, aunque vivieron el resto de sus vidas lejos el uno del otro. Ella se instaló en el Palacio de Castilla, en el centro de París, y él se mudó a un castillo en Épinay-sur-Seine, a las afueras de la capital francesa. Ya viejo, cuando comenzó a sentirse solo, Francisco empezó a visitar a su esposa y a sus hijas en el fabuloso palacio del número 19 de la Avenida Kléber. En su lecho de muerte, estuvieron presentes la reina y dos de sus hijas, las Infantas Isabel y Eulalia. Murió pobre y olvidado. Era tan escaso su dinero que cada uno de sus hijos recibió como herencia la suma irrisoria de veintinueve francos y cincuenta céntimos.
Poco antes de que muriera Francisco, su hija pequeña, la Infanta Eulalia, también “interrumpió” su matrimonio con su primo, Antonio de Orleans y Borbón, duque de Galliera, que en solo seis años había derrochado la fabulosa suma de cincuenta millones de francos en amoríos y aventuras. En la primavera de 1900, la hija de Isabel II abandonó a su esposo y se instaló en la casa de su madre. “Que mi madre no se podía negar a alojarme en el Palacio de Castilla, lo sabía perfectamente. El argumento de que ella no podía recibir a una mujer separada de su marido era obvio, aunque con él se me hubiera amenazado reiteradamente desde Madrid y París”, explicó Eulalia en sus memorias. “Pero ella recibía a mis tías, sus primeras hermanas, la Infanta Isabel, casada y separada del conde de Gurowski, y a la Infanta Josefa, mi queridísima tía Pepita, separada del conde de Güell y Renté, de quien se contaban en París las más sabrosas y divertidas historias, pues era mujer de mucho espíritu y de viva inteligencia”, recordaría la Infanta.
Separación a punta de pistola
Sin duda, la separación de Josefa de Borbón, la Infanta Pepita, y el escritor y poeta José Güell y Renté es uno de los casos de interrupción de la vida marital más famosos y escandalosos de la Familia Real española. Ella se aburrió de su matrimonio y empezó a mantener encuentros ardientes en un reservado del Parque de El Retiro, de forma tan notoria que llegó a oídos de su hermano, el rey consorte Francisco de Asís, y del marido, quienes pusieron una espía pegada a su sombra para evitar que reincidiera en la infidelidad.
Un día, Pepita descubrió que era vigilada y, tras una discusión, terminó apuntando a la cabeza de su marido con un revólver. Finalmente no disparó, pero prometió hacerlo si no paraban de seguirla. José Güell y Renté insistió en la persecución y la Infanta respondió con la estocada de una espada que se clavó a una pulgada del corazón del poeta. El conde pidió “el divorcio y daños y perjuicios” tras ese episodio. El divorcio no era posible legalmente. Ese derecho se reconoció en España recién con la llegada de la Segunda República.
Alfonso XIII y Victoria Eugenia también recurrieron a la fórmula de la “interrupción”, sin separación ni divorcio. El matrimonio compartía techo en el Palacio Real de Madrid, pero el rey y la reina apenas se dirigían la palabra. Ena estaba al tanto de las infidelidades de su marido y aguantó todos los años que duró el reinado alfonsino con estoicismo. Todo cambió con la llegada de la República y la salida al exilio, el 15 de abril de 1931.
Tú a Roma y yo a Lausana
El rey, nieto de Isabel II, y la reina consorte, nieta de la reina Victoria de Inglaterra, empezaron a hacer vidas separadas en el destierro en Francia. Los primeros años de exilio, él mantuvo una lujosa suite en el Hotel Le Meurice, en el centro de París, mientras que ella se quedó con sus hijos en Fontainebleau. Alfonso terminaría viviendo en Roma, mientras que Victoria Eugenia se instalaría en Lausana, Suiza. En su caso, la ruptura no fue amistosa. De hecho, la reina no asistió a la boda de su hija mayor, la Infanta Beatriz, en 1935, para no coincidir con su esposo. Se reencontraron por primera vez en el bautizo de Don Juan Carlos, celebrado en la capital italiana, en 1938. Poco antes de que Alfonso XIII muriera, ella fue a visitarlo y tuvieron una conversación. ¿Hubo reconciliación? Algunos historiadores afirman que sí. Otros sostienen lo contrario.
La siguiente generación de la Familia Real protagonizó los primeros divorcios y separaciones legales. Alfonso de Borbón y Battenberg, hijo mayor de Alfonso XIII y príncipe de Asturias, renunció a sus derechos dinásticos en 1933 para casarse con la plebeya cubana Edelmira Sampedro. El matrimonio duró muy poco. El conde de Covadonga, hemofílico de nacimiento, se separó en La Habana, en 1937. Poco después, volvió a contraer matrimonio, esta vez civilmente, con otra plebeya cubana, Marta Rocafort. Duraron medio año. Unos meses después, él murió en un accidente de tráfico en Miami. Su hermano, el Infante Jaime, se divorció de Emanuela de Dampierre en Bucarest, en mayo de 1947. El trámite fue reconocido por la justicia italiana, pero no en la España franquista, donde ese derecho estaba proscrito. Luego, se casó civilmente con la cantante de ópera Charlotte Tiedemann.
La interrupción del matrimonio de Doña Cristina e Iñaki Urdangarin pasa a formar parte de una larga tradición familiar, que comenzó hace más de 150 años con Isabel II.