En marzo de 1900, una mañana gris de primavera en París, María Eulalia de Borbón, Infanta de España, se acercó a su primo carnal y marido, Antonio de Orleans y Borbón, duque de Galliera, y le comunicó que quería separarse. “Sin una palabra de reproche, sin un gesto de amargura, con voz lenta y suave, le anuncié mi propósito de dejarlo en libertad con sus amigas y de irme con mis hijos”, recordó la hija menor de la Reina Isabel II en sus memorias. “Antonio clavó su mirada desvaída en mi rostro, sin inmutarse, sin una sola señal de emoción, como si le llegara un momento desde tiempo atrás esperado”, reveló. Aquel día, sin saberlo, la Infanta hizo historia, convirtiéndose en la primera mujer de la Familia Real que pedía la separación legal.
Eulalia se casó con su primo Antonio, hijo del duque de Montpensier, un día de marzo de 1886. Lo hizo en contra de su voluntad y por razones de Estado, para resolver el problema dinástico y alejar del trono la sombra de su tío y suegro, Montpensier, que aspiraba a reinar en España. Se lo había prometido a su difunto hermano, Alfonso XII, y cumplió con su palabra. El día de la boda, no pronunció el “sí, quiero”. La madrina, la condesa de París, lo dijo por ella y justificó el silencio de la novia con un falso pretexto: una supuesta afonía.
El matrimonio tuvo tres hijos, pero pronto hizo aguas. “Mi marido tenía su enorme fortuna comprometida con sus excentricidades, sus lujos rumbosos, sus regalos llamativos y sus aventuras”, desvelaría la Infanta en sus memorias. Tras catorce años de infidelidades, Doña Eulalia anunció a su marido su intención de separarse, cogió su sombrero y sus guantes, guardó sus joyas en un bolso y se marchó a la casa de su madre, en el centro de París. “Todo lo había calculado con una frialdad que me dejaba asombrada a mí misma”, reconocería décadas después.
Intentó que su separación fuera amigable, pero su marido no se lo permitió. Antonio de Orleans y Borbón, duque de Galliera, quería seguir administrando el dinero de su mujer, y ella, naturalmente, se negó. El duque se resistió a pagar una pensión por sus tres hijos y, despechado, inició una cruel campaña de difamación contra su esposa. “Mi marido hizo el triste papel de agraviar públicamente a una Infanta de España que, indefensa y sola, dejó subir la marea cuanto quisieron elevarla bajas pasiones, envidias, venganzas o interesadas maquinaciones”, recordaría la heroína de esta historia.
“Mi marido hizo el triste papel de agraviar públicamente a una Infanta de España que, indefensa y sola, dejó subir la marea cuanto quisieron elevarla bajas pasiones, envidias, venganzas o interesadas maquinaciones”, recordaría Doña Eulalia
La hija menor de Isabel II tuvo que sortear muchos obstáculos para recuperar su libertad. El primero y el más importante, su propia familia. “Los Borbón, irritados por mi desobediencia, trataban de dominarme por el temor. En España, una separación matrimonial constituía un escándalo, algo que ponía los pelos de punta a las honestas damas, que se hacían cruces”, escribió Eulalia en su libro. “La Familia Real no podía ver con buenos ojos que una Infanta fuera motivo de murmurares, de comentarios, de que se la señalara, y se temía que mi actitud pudiera servir de ejemplo a muchas mujeres”. Por eso, decidió quedarse en París, donde gozó de la protección de su madre y de su familia política, los Orleans, “mundanos, delicadísimos, con ideas modernas”.
El divorcio real se convirtió en la comidilla de Madrid. “Los españoles no concebían que una mujer pudiera vivir honesta y cristianamente separada de su marido”, denunció la Infanta. Finalmente, tras dos años, y gracias a la intervención de su madre, consiguió firmar los papeles de su separación. Lo hizo en el consulado español en París, acompañada por el abogado de Isabel II y con el embajador de España en Francia como testigo. También logró recuperar el control de su dinero.
La “Borbón rebelde”, como la llamaban, pagó un precio muy alto por su valentía. Durante dos años no pisó España y durante casi un lustro apenas se movió de París ni dejó la casa de su madre. Su cuñada, la Reina María Cristina, viuda de Alfonso XII, fue la primera en la arisca corte borbónica en perdonarle “el desacato” de defender su decoro y su “tranquilidad de mujer”. La regente la invitó a la coronación de Alfonso XIII, en 1902.
Aquel gesto le volvió a abrir las puertas de los salones madrileños. Pero permaneció en un limbo jurídico por el resto de su vida. “Mi situación era la situación difícil que se presentaba a las españolas malcasadas, con una separación judicial que no era divorcio absoluto. Sin existir éste en España, y siendo nosotros católicos, además, sólo podía resolver mi situación el Papa anulando mi matrimonio”, explicó la duquesa de Galliera.
Unos años después, Doña Eulalia se reunió personalmente con León XIII en el Vaticano para solicitarle la nulidad de su matrimonio. Después de todo, nunca había dicho el “sí, quiero”. El Santo Padre la escuchó pacientemente, pero no le dio una respuesta favorable. La primera Infanta separada de España nunca guardó rencor a sus detractores. “A todos los que me hicieron daño los he olvidado, que es el modo más fuerte de perdonar”, escribió.