Cada persona al nacer es un ser absolutamente nuevo, lleno de posibilidades, portador de una libertad.
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Nacemos libres, vivimos esclavos y buscamos insistentemente la libertad que nosotros mismos nos hemos ido mordiendo a bocados.
Y es que muchas de las cosas que nos rodean, de los pensamientos que tenemos, de las decisiones y comportamientos que elegimos, no nos hacen libres, más bien todo lo contrario. Nos desdibujan, nos censuran, nos castran.
Desde hace unas semanas sentimos una robusta solidaridad con el pueblo afgano.
Tengo terriblemente grabadas imágenes de desesperación de los civiles intentando huir de la barbarie que les han impuesto, acentuando su libertad mientras se colgaban de las alas de un avión en movimiento.
El estado puro de libertad es cuando sientes que no tienes nada que perder.
¿Hablamos de libertad cuando en las guerras civiles se divide el mapa en bandos y se consigue la conquista a través de inexplicables matanzas? Me conmueve la incoherencia.
La vida de cualquier persona siempre es más importante que el motivo de cualquier guerra.
El otro día, en una conversación con amigas, una de ellas comentaba sobre su relación de pareja: “La verdad es que él me da bastante libertad y yo la sé usar, pero, él, sin embargo, la libertad que le doy, la malgasta en hacer insensateces…”.
Vamos a ver una cosa, la libertad es inherente al ser. Nadie debería tener potestad para dártela ni para quitártela. A no ser que solo tú, y bajo tu consentimiento, actúes como una persona falta de libertad, a no ser que no hayas elegido trabajar en llevar una actitud libre en cuerpo, alma, comportamiento, pensamiento y discurso…
Pueden pretender limitarte en tu vida, pero nadie puede robarte el titánico empeño por ser lo que quieres ser y no lo que quieren que seas.
La libertad está donde no tenemos miedo a mostrarnos tal cual somos porque el compromiso con nosotros mismos es el que nos hace verdaderamente libres.
Perdemos la libertad cuando nos rendimos ante un falso cielo de cartón piedra, donde nos dibujan las líneas por donde debemos volar sin cuestionarnos que nuestras alas están hechas para cielos sin los límites del miedo.
Dejamos de ser libres en el momento en que no queremos perdonar a quien no conoce el perdón. Dejamos de ser libres en el momento en el que comemos promesas sin hambre o cuando bailamos con las mismas personas, las que siempre nos pisan antes de que acabe la canción. Tampoco somos libres cuando compramos odio y no compasión.
Nos alejamos sin remedio de la libertad cuando creemos que nuestra identidad depende de quién tenemos al lado y de qué cosas tenemos alrededor. Y lo más triste es que somos capaces de vender nuestra libertad a cualquier postor, creyendo que hemos cerrado el mejor negocio de nuestra vida…
Cuando se desmaya nuestra identidad y no encontramos el propósito de vida, estamos perdidos. Ese desconcierto nos lleva a querer depender de los demás y de cualquier cosa que tenga que ver con el mundo exterior, fuera de nosotros. No hay libertad más débil que esa… Aunque nos sitúen en el mayor y más bonito de los valles para correr, hay un momento donde te das cuenta que el valle está rodeado de montañas a las que se puede subir. Alcanzar la verdadera libertad está a una decisión. Una decisión de conocerse y reconocerse, de admitirse y aceptarse, de trabajar en crecer, en saber cómo funcionan nuestras emociones y cómo reaccionamos ante ellas.
Nosotros no somos nuestras emociones, las emociones son herramientas que nos permiten adivinarnos en diferentes escenarios.
La única forma de alcanzar la libertad se da a través de la confesión y de la aceptación de nuestra realidad.
Amigos, yo no siempre sé por dónde anda mi libertad, pero les aseguro que buceo sin cesar por las profundidades de mi ser para poder acariciarla cada día.
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