Ponemos rostro y voz a Tatiana Muravyova Popova, la persona con la que el actor Quique San Francisco ha compartido vida hasta el final de sus días. Fue su mujer, su compañera y su amor secreto durante diecinueve años, aunque solo la familia y los amigos más cercanos sabían de su existencia. Con este reportaje traspasa por una vez la línea de las sombras… En pleno duelo y entre lágrimas, que tapa con sonrisas, al estilo del que fue su gran amor, la desconocida Tatiana nos cuenta quién es y nos abre las puertas de su vida.
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—¿Cómo has podido mantenerte casi veinte años a la sombra?
—Los dos estábamos de acuerdo. Era nuestro mundo, al margen de todo. No soportaba la radiografía y siempre me sentí más a gusto en la sombra. Era ‘su Tati’ escondida.
—Algunas personas podrían preguntarse: ¿y por qué ahora?
—Nos hacía ilusión hacer esta entrevista juntos en la casa a la que soñábamos trasladarnos cuando saliera del hospital. Quiero decirlo: este reportaje solo tiene una razón de ser y no es nada material. Lo hago por amor, por los dos y con el corazón en paz porque sé que estaría contento. Íbamos a dar este paso de la mano, después de tantos años, pero no pudo ser… Aunque tenía dudas, nuestros amigos de verdad me animaron. “Tati, tienes que “existir”. Hazlo”. Me gustaría dejar el recuerdo más bonito.
“Nos hacía muchísima ilusión hacer esta entrevista juntos en la nueva casa a la que soñábamos trasladarnos. No pudo ser. Este reportaje solo tiene una razón: el amor que nos teníamos”
—No sabemos nada de ti. ¿Quién es Tatiana?
—Nací en la antigua Unión Soviética, tengo cincuenta y tres años y soy profesora infantil. Crecí en un hogar feliz y con caprichos. Mi abuelo era coronel —sé manejar con los ojos cerrados un Kalashnikov—; mi padre, veterinario, ingeniero naval y técnico de aviones en Siberia, y mi madre, directora de un colegio y profesora de música. Me hubiera gustado ser médico, pero mi padre no me dejó. Trabajé en una guardería, después me casé, tuve un hijo, me divorcié, hice varios años de Economía y terminé de directiva en un banco. Llevaba guardaespaldas cuando nos arrolló la crisis. Decidí volar. Tenía treinta y dos años cuando llegué a España con una amiga. Entré en la regularización de mil novecientos noventa y nueve y conseguí mis papeles. Ahora, soy cocinera en El Atómico. Hice la convalidación de asignaturas, pero me pedían un año más de carrera… Tenía que ser así. La vida tiene eso. Quique me presentó a los dueños, Pablo y Encarna. Ahí también pasamos horas. Yo, a un lado de la barra y Quique, al otro.
“¡Ah! tú vas a cuidarme”
—¿Cómo os conocisteis?
—Nos presentó nuestro muy querido amigo Marco, en dos mil dos, después del accidente de moto de Quique, que fue terrible. Con el depósito lleno, los trescientos kilos de peso le destrozaron la pierna izquierda marcando su vida para siempre. No sabía nada de él, pero, antes de nuestro primer encuentro, me pusieron al día: “Es el más golfo de España, pero te vas a morir de risa”. No me engañaron en nada. Me recibió en su silla de ruedas, en la casa de Hilarión Eslava en la que vivía con su padre, Vicente Haro. Me miró de arriba abajo, como si tuviera un láser en los ojos y dijo: “¡Ah! Tú vas a cuidarme”. Y no se equivocó. Además de quererlo, lo cuidé hasta el último momento.
—Y, ¿qué tuviste que hacer?
—Tenían con ellos a la señora María José, que era maravillosa, pero necesitaban a una persona que estuviera a su lado permanentemente. Así que hice de todo: asistente, ‘enfermera’ sin título, cocinera, gestora…, modista, mano derecha. Aquella casa parecía una estación de metro. Personas entrando y saliendo a todas horas… Adelgacé diez kilos porque allí no dormía nadie, pero ya no me pude escapar. Vicente empezó a tratarme como a una hija. Y Quique, como a una reina… Y ‘Florián’, el bull terrier, también me cogió de colega y ya no me soltó.
“Siempre me sentí más a gusto en la sombra. Era nuestro mundo al margen de todo. Los dos estábamos de acuerdo. Era ‘su Tati escondida’”
—El famoso se enamora de la cuidadora, como en las películas.
—Se enamoró de mí y me robó el corazón. Lo supe cuando empezó a ponerme mi canción preferida una y otra vez. Después, dio el primer paso… Caías en picado. No se resistían ni las piedras. Era el gran seductor y, además, le perdonabas todo, aunque cinco minutos antes quisieras matarlo. Porque Quique también tenía esa otra parte. Cuando se ponía imposible no era una persona fácil.
“Me llamaba ‘‘la jefa’’”
—¿Cuánto tiempo trabajaste con él?
—El contrato se terminó a los cinco meses, pero me quedé a su lado por amor, haciendo exactamente lo mismo. Me dio el mando —me llamaba ‘la jefa’— y lo acompañaba a todas partes empujando su silla de ruedas. A la clínica Moncloa, donde hacían el seguimiento de su pierna, después de incontables operaciones, había que llevarlo a rastras. Allí viví una escena memorable. Cuando le sacaron los clavos, uno de los traumatólogos salió a contarme que habían tenido que aumentar la dosis de anestesia porque no había manera de trabajar. Tenía a todo el equipo médico muerto de risa. ¡Ese era Quique! Y cuando teníamos que ir a un teatro, era una mudanza. Nos íbamos con la silla de ruedas, tres o cuatro maletas —con toda la ropa ‘por si acaso’— y, por supuesto, con el equipo de sonido para los ratos libres. Nos reíamos tanto juntos que hasta Vicente padre nos decía en casa: “Dejad de reír, que no me dejáis dormir”.
—Desde entonces, ¿siempre habéis estado juntos?
—Hubo peleas, distanciamientos y dos rupturas de un año. La primera, cuando se murió su padre, en dos mil diez. La última, cuando empezó a vivir en un hotel. La laguna más fea de su vida. Fue el peor momento. Nada tenía sentido. Yo, que siempre tuve mi casa, porque, a veces había que descansar, me refugié en mi rincón con mi hijo. Después, nos reconciliamos, pasábamos los fines de semana juntos, las vacaciones y hacíamos escapadas; y, finalmente, volvimos a convivir. Siempre me buscaba y siempre supo como reconquistarme, aunque, a veces, yo me vengaba y le decía: “Ahora el espectáculo es mío”.
“Enrique me amaba y yo a él”
—¿Qué significaste en la vida de Quique?
—Enrique me amaba y yo a él. No solo lo quise, también le di paz. Yo era la tranquilidad, la confianza absoluta y su refugio. Le gustaba mi fuerza, mi temperamento y me quería a su lado en la vida y en el teatro. Sobre todo, en los estrenos, porque se ponía nervioso. Creo que, desde que nos conocimos, tuve todos los papeles. Fui su mujer, su amante, su compañera de vida, su amiga y la madre que siempre solucionaba los problemas. Y él fue mi respaldo, mi guía y mi seguridad. Siempre estaba ahí. Y ¡cómo se portó con mi hijo Pedro! Éramos intocables.
“Quique era la libertad, el gran seductor. Caías en picado. Derrochaba genialidad y no se resistían ni las piedras… Y, además, le perdonabas todo. Era imposible no quererlo”
—¿Pedro era como un hijo para él?
—Lo era. Y se parecían mucho. Los dos, hijos únicos. Desde que llegó a España, con diecisiete años, lo cuidó, lo protegió y le enseñó mundo. Nunca le faltó de nada. Y me ayudó a darle la mejor herencia. Pedro domina cuatro idiomas —entre ellos, hablaban en inglés— y se maneja en otros tres, y ha estudiado Derecho, aunque no ha querido seguir la carrera. Pedro era su asistente informático y su compañero ‘de música’ —se pasaban horas escuchando clásica y rock— y de aventuras… Está desolado. Cuando Quique estaba en la UCI, coordinó la propuesta de animarlo en el hospital con vídeos. Y fue increíble. Le enseñó a vivir y está lleno de amor y de agradecimiento hacia su padre español.
No me aburrí jamás
—¿Cómo describirías tu relación con Enrique?
—Aprendí todo de Quique. Fue un maestro de la vida, aunque me costó algunas lágrimas entender su mundo y fui yo la que se tuvo que adaptar. Quique era la libertad. Te decía: “Ahora vengo” y el ahora eran tres días. Lo celebraba todo y casi siempre por adelantado. Como si temiera perdérselo. A veces, yo tenía la sensación de estar viviendo una película interminable… Era igual en el escenario de un teatro que en casa. Y, aún con la adrenalina al límite, ¡cómo para bajarse de la escena! No me aburrí jamás.
“Aprendí todo de él. Fue un maestro de la vida, aunque me costó entender su mundo. Era igual en el escenario que en casa y, a veces, tenía la sensación de estar viviendo una película interminable”
—¿Qué os gustaba hacer juntos?
—Estábamos mucho en casa. Aprendimos todo sobre cine con él. Le apasionaba Stanley Kubrick, y consideraba su maestro a Fernando Fernán-Gómez. También, escuchábamos música, bailábamos y yo le leía. Desde un guion a un periódico. Le gustaba, aunque tengo un acento muy fuerte, y luego decía: “Ya me he leído el guion…”. A veces, se metía en la cocina, aunque yo prefería que no. Siempre venía con exigencias. Para un gazpacho, eran cuatro horas y encima dejaba todo perdido. También íbamos a fiestas de amigos y, por supuesto, hacíamos escapadas. Tuvimos momentos increíbles. En el barco, en Ibiza, Formentera, en nuestros recorridos por el norte o por el sur. Era un guía gastronómico espectacular. Conocía cada rincón de España y sabía dónde estaba el mejor plato y, la mayoría de las veces, era una taberna.
“¡Sabes que te quiero!”
—Enrique era muy conocido, pero, también, un completo desconocido. ¿Cómo era en su mundo privado?
—Valoraba la autenticidad, la ternura y el cariño y era un alma libre. Siempre estaba bien, aun en el peor momento. Tenía sus manías, su taza, su cuchara… y ningún hábito de horarios en su vida. Vivía al segundo. Era vibrante, agradecido, elegante, exquisito, muy profundo y listísimo. Podía estar en dos conversaciones a la vez y leerte el pensamiento. Nunca he conocido a nadie como él. Tenía una capacidad sobrenatural —era agotador—, un talento impresionante y derrochaba genialidad. Le encantaban los jóvenes. Es como si lo llenaran de energía. Y se sentía muy hombre. Era muy buena persona, justísimo, generoso. Solo sembró amor y agradecimiento a lo largo de su vida y nunca lo vi presumir de su trabajo. Ni siquiera veía sus películas. No le gustaba verse. También era detallista. Un perfume, flores, una joya… “¡Sabes que te quiero!”, me decía. Era imposible no quererlo.
—¿Qué planes teníais?
—Mudarnos a una casa más grande, con mucha luz y un salón muy amplio para caber todos. Y todos era mucha gente. Estábamos viviendo en Moncloa, con mi hijo, Pedro, pero la vivienda es pequeña. Nos hacía mucha ilusión. Estaba todo en marcha. En los últimos meses, también hablábamos de viajar a Roma y de que, por fin, iba a enseñarme el desierto de África. Su fuerza y sus noches. Quique, además, soñaba con retomar sus proyectos en el cine y el teatro y con volver a Comillas, allí pasamos las vacaciones de verano en dos mil diecinueve. Y nos encontramos a Antonio Resines ‘camuflado’ bajo el casco. Pensaba terminar de recuperarse en la casa familiar. Le encantaba el verde, la montaña y el mar. Aunque no pisaba la playa. Siempre a la sombra, en el chiringuito. Después de la despedida en el Tanatorio Norte, allí recibirá el último homenaje, aunque también celebraremos un funeral en Madrid.
Ya nunca volvimos a hablar
—¿Cómo fueron los días de hospital?
—No lo olvidaré jamás. Cuando me permitieron ir a verlo por primera vez, empezó a cantar. Habían pasado tres semanas desde su ingreso y estaba feliz. Todo iba a mejor hasta que empezó a ir a peor… y luego otra vez a mejor y… Lo vi por última vez despierto el jueves (veinticinco de febrero) por la mañana. Estaba emocionado porque también le había visitado un amigo policía, Tomás. Todavía me pidió que le leyera la lista interminable de llamadas de sus amigos. Ya nunca volvimos a hablar. Esa tarde lo sedaron. Estuve a su lado y abracé la esperanza de un milagro… Se cansó de luchar. Cables por todas partes, la botella de oxígeno, seis antibióticos… El lunes por la mañana tuve que despedirme. Llamé a mi hijo, Pedro, a su representante, Pedro, y a Pedro Larrañaga. Tres Pedros. Quique también habría hecho un chiste de esto. Mario Vilaseco, su amigo del alma, me decía en el tanatorio: “He calculado y creo que vivió ciento cinco años”. La suma es porque nunca hizo nada que no quisiera hacer.
—¿Le daba miedo la muerte?
—Nunca quería hablar de futuro, ni de enfermedades ni de muerte porque “prefería estar con los vivos”. Y, de las pocas veces que lo hizo, fue para decir que no le gustaban las situaciones intermedias. Quería vivir o morir. Nada de quedarse en medio, acabar en una silla de ruedas o ser una carga para otros.
—¿Qué harás sin él?
—No lo sé. Me falta, tengo un vacío enorme y lo echo terriblemente de menos. En Ucrania tenemos casa, pero mi padre murió hace ocho años y hace tres que perdí también a mi madre. En Kiev, vive mi hermana con una sobrina y tengo grandes amigas, pero quedarnos en Madrid es la mejor opción. Nos sentimos españoles.