Estas doncellas no eran mujeres normales, eran heroínas: puras, crudas, reales. Tenían de esa sustancia que separa lo noble, del resto. Representan un antes y un después: una inflexión, una revolución, un llamamiento popular, una obligación que despierta a sus iguales. Un Punto y aparte. Eran siete, y sus siete decisiones cambiaron el rumbo de la historia: el inicio de algo, y el fin de otro. Algo empezó tras ellas y ya nada sería igual. Y todo ocurrió en Valladolid, en esa Castilla vieja que vio nacer España, tal y como la conocemos hoy. Aquel seis de agosto del ochocientos cuarenta y tres, se pagó un tributo que excedía lo conocido hasta la fecha, y un emir, Abderramán II, que no supo medir lo que sus ambiciones reclamaban. Pero pongamos ésta historia en el contexto que merece.
Para ti que te gusta
Lee 8 contenidos al mes solo con registrarte
Navega de forma ilimitada con nuestra oferta
1 año por 49€ 9,80€
Este contenido es solo para suscriptores.
CelebramosSuscríbete 1 año por 49€ 9,80€
Este contenido es solo para suscriptores.
CelebramosSuscríbete 1 año por 49€ 9,80€
TIENES ACCESO A 8 CONTENIDOS DE
Recuerda navegar siempre con tu sesión iniciada.
Cien años antes más o menos, allá por el setecientos cuarenta y tres, España era un país ciertamente convulso. La conquista de nuestro suelo por parte de los árabes estaba en su apogeo, principalmente, porque todo lo que supiera a ejército o ciudades poderosas, se encontraban al norte de la península. De esta forma, los árabes no tardaron más de cien años en ocupar el sur, meseta y parte del norte de España, salvo por los reinos de Galicia, Asturias, León, Cantabria y Vascongadas, quienes reunían a los señores y caballeros capaces de hacer frente a su expansión. Tras la muerte del rey Alfonso I, su hijo bastardo Mauragato, decidió hacerse con el poder. Como no tenía ejército que le respaldase, vendió el futuro de su ansiado reino a Abderramán I, a cambió de tropas que le ayudasen a llevar a buen fin su golpe.
Uno de los tributos que comprometió el bastardo, consistía en el pago de cien doncellas de su reino, de las cuáles: la mitad de noble linaje, serían las futuras esposas de militares y señores mozárabes, mientras que las cincuenta restantes, serían para el propio emir, y así aumentaría su reconocido harén, con cincuenta doncellas del norte de España. No pasó mucho tiempo, ya que el setecientos ochenta y ocho, fue el año en que los condes Don Arias y Don Oveco, pusieron punto y final a las tiranías y aspiraciones de Mauragato, aniquilándolas junto a su bastarda persona. Decidieron, entre otras cosas, no cumplir con el pago del tributo de las cien doncellas, y se plantaron junto a Bermudo I, a los moros. No por mucho, pues duró poco y fallecería tan sólo tres años después. Alfonso II sucedió a Bermudo I, quién mantuvo el rechazo de las promesas de aquel Mauragato, que representa posiblemente, al primer traidor de Estado que conoce nuestra peculiar y gran historia.
Alfonso II fue un gran rey. Humilló en dos ocasiones al emir Hisam, en su intento de conquistar el reino Astur y, poco a poco, consiguió establecer un gran muro de contención, para todo lo que venía desde el sur. Todo iba más o menos bien hasta que el rey Alfonso II falleció, y le sucedió en el trono Ramiro I, quien no mantenía la misma unidad que su predecesor, comenzando a sufrir verdaderas debilidades para poder contener la conquista árabe. Finalmente y tras el poderío de Abderramán II, Ramiro decidió activar de nuevo aquel tributo, y terminó de venderse para poder mantener su débil posición, de rey cristiano. Y de este modo, el tributo llegó para ser cobrado a Simancas, Valladolid, para que siete de sus doncellas, cumplieran con su deber real, y fueran entregadas al temido sultán, Abderramán II.
Debían disponerse solteras, vírgenes, bellas a poder ser, y por supuesto, completamente sumisas para dar servicio a su emir, y a la paz. Casa por casa, los enviados del rey leonés, inspeccionaron hasta encontrar a las candidatas. Un casamiento, una fealdad o un escondite, eran suficiente motivo para poder librarse, aunque en esos tiempos, pocos eran los que no cantaban para evitar un mal peor sobre ellos. Así seleccionaron a las siete mejores doncellas, de la villa bañada por el Pisuerga.
Las elegidas fueron: Leonor, Lucía, Eva, Laura, Isabel, Inmaculada y Yolanda. Todas ellas cumplían los requisitos ordenados por el emisario del rey Ramiro, y debían ser custodiadas, para ser entregadas, al día siguiente. Tras encerrarlas en la torre del pueblo, la humillación y la indignación fueron el eco de las calles de Simancas. Entregaban a sus mejores novias, a las futuras madres del pueblo, a las doncellas más y mejor dispuestas. El enfado con el rey Ramiro era por todos sus habitantes compartido, aunque probablemente, muy celebrado por algunos cobardes, que tras esta entrega, evitarían empuñar una espada para defenderse. Ya en la torre encerradas, las doncellas castellanas tuvieron tiempo para el llanto, el dolor y la reflexión. La entrega al día siguiente las cortaba la respiración, al tiempo que imaginaron cada uno de sus fatales desenlaces. Miles eran las doncellas que componían el harén de un emir como Abderramán II, así que no serían muy bien tratadas tras el oportuno encame.
Leonor, la mayor de ellas, sacó de sus ropas envuelto en un pañuelo, un cuchillo. Tras mostrárselo a sus hermanas de destino, las hablo alto y claro, quizá con lo que le faltaba a más de uno por Bureva, cómo dicen se llamaba el pueblo, antes de esta heroica hazaña: Hermanas, antes de servir a los invasores, con este cuchillo una mano nos cortaremos, y así mancas seremos. El emir por ser mal hechas, nos rechazará. Nuestra belleza se irá con ellas pero, en todas partes, nuestro sacrifico será recordado.
Una tras otra, y si dudarlo ni por un segundo, fueron pasando y posando sus muñecas por el cuchillo de Leonor, que tras cortar sus manos, taparon con trozos de sus propias ropas sus muñones, para no morir desangradas. Así, de esta guisa, pasaron la noche mientras orgullosas por su cometido, esperaron la llegada de la cuadrilla del emir, para cobrarlas.
Con el alba y el dolor en aumento, llegaron a Bureva los emisarios, que tras solicitarlas, esperaron junto al convento a que las doncellas bajaran de la torre. Una a una, manca a manca, las doncellas se presentaron con sus nombres a sus captores que, horrorizados por el espectáculo, subieron a las doncellas al carro que las llevaría ante el emir. El pueblo estaba avergonzado ante la valentía de las siete vecinas, que demostraron más valor, que cualquiera de los caballeros cristianos, que rodeaban la localidad.
En seguida, se empezó a correr la voz por los pueblos que bañaba el Pisuerga, y por la meseta castellana. Al norte, en Asturias, Galicia, Cantabria y Vascongadas, la noticia de la gesta de las siete doncellas, llegaba a la par que éstas fueron presentadas ante el emir Abderramán II, quien aprovechaba la debilidad de Ramiro, para saquear más y más poblaciones cristianas. Las doncellas llevaban sus mejores vestidos y bajaron del carro que las apresaba, para postrarse ante el mozárabe. Una a una, mostraron sus manos y mientras juraban lealtad, firmes, dignas y valientes, el emir, asqueado por su tributo, pronunció la siguiente frase: -Sí mancas me las dais, mancas no las quiero. De esta forma, el emir mandó liquidar a las siete doncellas, puesto que su des perfección, no era digna de un harén de su categoría.
Comenzó a extenderse una fuerza, que encumbraba el orgullo de una tierra hasta ahora maltratada por romanos, visigodos y demás habitantes desde la edad del hierro. Por ésta heroica gesta, se agruparon los señores y soldados que componían los distintos reinos cristianos, alzando sus armas contra el emir Abderramán II, a quien derrotaron finalmente en la batalla de Clavijo (aunque algunos historiadores sitúan su derrota en la batalla de Albeida, con Ordoño I, hijo de Ramiro, como rey). Pero aquel seis de agosto del año ochocientos cuarenta y tres, comenzaron a sufrir las primeras enseñas de lo que somos hoy. Un poeta llamado Jose Alonso del Pino, en su libro "Leyenda de las siete doncellas" escribió unos Versos que definían muy bien lo acontecido en esa pequeña localidad vallisoletana: Por librarse de paganos / las siete doncellas mancas / se cortaron sendas manos / y las tienen los cristianos/ por sus armas, en Simancas.
PD: Hay dos teorías históricas que sitúan el nombre de Simancas por el emplazamiento romano habitado allí desde el S II de Septimanca. Así mismo, algún historiador ha situado la leyenda de las siete doncellas en el s. X, aunque la mayoría de las teorías más demostradas la sitúan en el s IX. Independientemente de ésto, la hazaña cambió el curso de la conquista y supuso para el rey Ramiro, un punto de inflexión en el frente, contra los moros.