"Estos días azules y este sol de la infancia". Ese fue el verso que dejó escrito en un pequeño papel Machado y que encontró su hermano en uno de los bolsillos de su pantalón días después de su muerte. Creo que es uno de los reflejos más bonitos que guarda nuestra poesía, un verso redondo enmarcando esa nostalgia que invita al reencuentro cuando sabes que la película de tu vida está a punto de terminar. Fue una de las ideas que afloraron al ver Dolor y Gloria. Mi conocimiento sobre Pedro Almodóvar no está por encima de ninguna media. Había coqueteado, eso sí, con algunas de sus películas y fue el gran cinéfilo que tengo al lado mientras escribo este artículo el que me dijo que era un director de obligado visionado. Sabía datos sueltos, curiosidades más bien y quizás inconexas entre sí de su biografía pero podía imaginarme a la perfección el reflejo de aquel hombre que empieza a destacar al surcar las calles de los ochenta consiguiendo reflejar los ambientes más recónditos.
Lejos de intentar hacer una crítica de cine, lo que sí que creo que diferencia a Almodóvar del resto es que su indiscutible don de narrador lo adquiere al ser al mismo tiempo protagonista. Apunta con la cámara como si fuera una metralleta para acabar con todos los estigmas de una sociedad a la que todavía a día de hoy le quedan algunos pasos más para llegar a abrir los ojos del todo. Al mismo tiempo, todos esos huracanes incontrolables que hacen procesión por dentro.
Hijo de su tiempo y de su propia realidad, el rostro del cine español no deja tampoco disconforme a todo aquel que quiera acceder al bodegón de una España tradicional. Ahí es donde consigo coser, hilo a hilo, los lazos que nos acaban uniendo. Escogería cada uno de esos fotogramas para guardarlos en alguna urna que fuera indestructible frente al tiempo para que nadie se olvidara jamás que también venimos.
Dolor y Gloria aúna muchos de los elementos que acabaron por trazar la firma de Almodóvar. Desde la primera imagen hasta la última y, sobre todo, en la temática general de la película está el aroma de su esencia que a tantos encandila y a tantos otros todavía escandaliza. Aparecen así a lo largo de toda la historia de Salvador Mallo, su protagonista, las drogas, el primer amor, el despertar de la pasión, el recuerdo de la misma, la nostalgia de los ya pasados años dorados y, cómo no, la infancia. Es, sin lugar a dudas, un guiño autobiográfico, una de esas píldoras de oro que ya los creadores consagrados se pueden permitir, y se permiten, para ir poniendo las piedras preciosas a su broche final. O quizás, quién sabe, un verso escrito en un papel que dejaremos en el bolsillo de un pantalón para que cuando ya no estemos aquí otro lo encuentre.