El amor, en muchas ocasiones, es producto de unos mismos intereses, aficiones comunes o vocaciones compartidas y es por eso que el lugar de trabajo ha sido siempre un magnífico caldo de cultivo para encontrar a tu pareja ideal. Y eso no ocurre sólo en la actualidad, compartir una misma pasión por la ciencia, la investigación y el amor por la Física fue precisamente lo que unió a dos de los científicos más brillantes de nuestra historia: Marie y Pierre Curie.
En sus comienzos, esta pareja de genios no tenía a priori demasiadas cosas en común. Marie era polaca, atea, provenía de una familia humilde, aunque de intelectuales, y vivía en un país donde no tenían cabida las mujeres en la universidad. Por su parte, Pierre era de nacionalidad francesa, su familia era de origen protestante, estudió en la Universidad de la Sorbona e inició desde muy joven una carrera prometedora. Pero su amor por la ciencia les unió más de lo jamás nadie hubiera pensado y juntos alcanzaron la gloria, no sólo profesional al realizar uno de los mayores descubrimientos del campo de la Física, sino también en su vida personal permaneciendo juntos hasta el fallecimiento de Pierre en 1906.
A pesar de la época que les tocó vivir, fueron una pareja atípica que se trató de igual a igual. Marie y Pierre fueron ante todo amantes, compañeros, confidentes y amigos gracias, fundamentalmente, a que Pierre, alejado de los convencionalismos de la época, supo amarla como mujer y como científica, sin desmerecerla como madre trabajadora, ni como esposa, ni como investigadora con, quizá, más talento que él.
Una mujer luchadora y un hombre brillante
Pero comencemos por el principio. Marie Skłodowska nació en 1867 en Varsovia, que en aquellos momentos se encontraba bajo el poder ruso. Era la menor de los cinco hijos nacidos del matrimonio entre un profesor de enseñanza media en Física y Matemáticas y una maestra, pianista y cantante. Dotada con una gran inteligencia, la joven terminó sus estudios secundarios a los 16 años, aunque los escasos recursos económicos de la familia, que como la mayoría de los intelectuales de la época sufrió la terrible opresión de la policía zarista, la obligaron a trabajar como niñera e institutriz.
Marie, muy concienciada políticamente, luchaba por la independencia de su país de la manera que mejor sabía, estudiando en la clandestinidad, en lo que se llamaba Universidad Flotante, que consistía en un grupo de mujeres dispuestas a transgredir la ley para formarse es materias como la Sociología, Medicina, Filosofía e Historia.
Marie, animada por su hermana Bronislawa que estudiaba Medicina en París y desencantada por un primer amor que la hizo muy infeliz, abandonó su país natal y se instaló en Francia en 1891, a los 24 años de edad. En París la joven se decantó por los estudios de Física y Matemáticas y dedicó todo su tiempo y esfuerzo a terminar las dos licenciaturas, excluyendo así de su vida cualquier otro interés que la apartara de su objetivo, incluido el amor.
Pierre, por su parte, era un joven nacido en París en 1859 y también dotado de una gran inteligencia. Educado en su casa por su padre, un médico humanista y librepensador, nunca fue al colegio y aprendió junto a su hermano Jacques, tres años mayor que él. A los 18 años obtuvo su licenciatura en Física en la Universidad de la Sorbona. Su carrera fue meteórica y en 1892 fue nombrado jefe del laboratorio de la Escuela de Física de París, alternando las aulas con trabajos científicos junto a su hermano Jacques. Precisamente con él hizo su primer gran descubrimiento científico, la ‘piezo-electricidad’, que es la propiedad que poseen algunos cristales de producir electricidad.
A fines del siglo XIX, Pierre ya era un físico muy estimado por sus colegas, sobre todo en el extranjero, aunque desconocido para el gran público. Estaba tan volcado en su trabajo que, al igual que Marie, a sus 35 años no tenía tiempo para nada más, estaba soltero y sin intención alguna por cambiar ese estado.
Una pasión común por la ciencia
Fue el destino quien decidió juntarlos para que así ninguno tuviera que renunciar a nada y fue gracias a un profesor polaco, el señor Kowalski, profesor de Física en Varsovia, que durante un viaje a París en 1894, recibió a ambos científicos para que expusieran su trabajo. Ese día descubrieron que su idéntica pasión por la ciencia les llevaría a algo mucho más profundo y duradero.
Pierre se sintió inmediatamente atraído por la inteligencia, determinación, capacidades y falta de coquetería de la polaca. Le intrigó su astucia y conocimientos y, como su hija Eve reflejó más tarde en su libro ‘La vida heroica de Marie Curie’, pensó al conocerla: “¡Qué raro es hablar a una mujer de los trabajos que uno prefiere empleando términos técnicos, fórmulas complicadas y ver que esta mujer, encantadora y joven, se anima, comprende y discute, incluso, ciertos detalles con una infalible claridad! ¡Qué agradable es!”.
Por su parte, Marie llegó a decir de aquel encuentro: ‘Me pareció muy joven, a pesar de tener ya treinta y cinco años. Me impresionó la expresión de su clara mirada y una ligera apariencia de abandono, su alta estatura. Su palabra un poco lenta y reflexiva, su simplicidad, su sonrisa, a la vez grave y juvenil, inspiraba confianza. Trenzamos una conversación que pronto fue amistosa. Tenía como objeto algunas cuestiones científicas sobre las cuales yo estaba encantada de obtener su consejo.”
Poco después de conocerse, la pareja contrajo matrimonio. No querían esperar, había demasiadas investigaciones que realizar y muchos descubrimientos por hacer, así que en julio de 1895 se casaron en Sceaux e inmediatamente comenzaron su luna de miel, subidos a las dos nuevas bicicletas que compraron con el dinero recibido como regalo de bodas. Tras la boda, como era de esperar, la pareja consagró todo su tiempo a la ciencia pasando las 24 horas del día juntos y demostrando que, efectivamente, el amor entre ellos era muy fuerte y que podían superar todos los obstáculos.
Su primer premio Nobel
Cada día acudían a la Escuela Municipal de Física y Química donde aún trabajaba Pierre y donde había conseguido habilitar para Marie un precario laboratorio, con un bajo presupuesto y equipos e instalaciones rudimentarios. Allí, Marie, atraída por un trabajo del físico Henri Becquerel que la introdujo en el estudio de un misterioso fenómeno, la radioactividad, decidió elaborar su tesis doctoral, un hecho insólito por aquel entonces tratándose de una mujer.
El trabajo incansable de la pareja sobre el origen atómico de la radioactividad les llevó a hacer un importante descubrimiento: dos nuevos elementos químicos. En julio de 1898, el matrimonio comunicó sus resultados a la Academia de las Ciencias proponiendo el nombre Polonium (en homenaje a la patria de Marie) para el primer elemento descubierto. Meses después, en diciembre del mismo año, confirmaron la existencia del Radium, cuyo peso atómico quedó establecido por Marie Curie en marzo de 1902 como igual a 225,93.
En junio de 1903, Marie presentó su tesis de Doctorado sobre sustancias radioactivas y, como premio, la Academia de Ciencias de Suecia le otorgó el Premio Nobel de Física junto a Pierre y a Henri Becquerel, siendo la primera mujer en lograrlo. A partir de ese momento se reconoció la importancia de su descubrimiento y comenzaron a vivir una gloria que les permitió tener más presupuesto para sus investigaciones, por ejemplo los 15.000 dólares del premio.
Además, la concesión del Nobel le valió a Pierre la creación, en 1904, de una cátedra específica para él en la Universidad de la Sorbona, dotada de un laboratorio del que Marie se haría cargo. Gracias a esas investigaciones que realizaron de manera altruista, el matrimonio descubrió que el radio cura la lepra, tumores y algunas formas de cáncer, lo que representó el nacimiento de la ‘curieterapia’ y posteriormente de la ‘cobaltoterapia’.
Además, Marie y Pierre no solo trabajaban, también tuvieron tiempo para criar y educar a sus dos hijas, Irene, que nació en 1897, y Eve, que vino al mundo siete años después y que fue la única de la familia que no consagró su vida a la ciencia. Eso sí, la pareja contó con la inestimable ayuda del padre de Pierre que, al enviudar, se fue a vivir con ellos y se quedaba al cuidado de las niñas mientras el matrimonio permanecía en el laboratorio.
La muerte prematura de Pierre
La tragedia azotó pronto sus vidas. Pierre enfermó gravemente por los efectos radioactivos del material de trabajo y Marie permaneció a su lado, compaginando su labor como esposa con la de investigadora y madre. Pero Pierre no murió de su grave enfermedad, sino de una manera mucho más prosaica. Tres años después de ser galardonados con el Premio Nobel, el 19 de abril de 1906, fue atropellado por un carro tirado por caballos en la calle Dauphine de París.
Marie se quedó desolada, no sólo perdía a su marido y compañero de vida sino también a su colega de investigación. Sin embargo quiso continuar con su trabajo rechazando incluso la pensión vitalicia que quisieron otorgarle. Eso sí, asumió la cátedra que su marido sólo había podido ocupar durante año y medio, convirtiéndose en la primera mujer en dar clases en la Universidad de la Sorbona en los 650 años transcurridos desde su fundación.
Y, por si la pérdida de Pierre no fuera suficiente, al poco tiempo murió su suegro y se quedó completamente sola al cuidado de sus dos hijas y al mando del laboratorio. Fue ahí cuando comenzó su calvario. La sociedad francesa acababa de aceptarla y se la criticó por ser mujer, extranjera y atea, sufriendo además el escarnio de la comunidad científica masculina de la época. Ella resistió y continuó trabajando por el avance de la ciencia. Los franceses tampoco le perdonaron su relación, tiempo después de la muerte de Pierre, con un discípulo de su marido, el físico francés Paul Langevin, casado y con hijos.
Tras conseguir en 1910 aislar un gramo de radio puro, Marie recibió su segundo Premio Nobel (1911), esta vez en Química, por el descubrimiento de los elementos radio y polonio, el aislamiento del radio y el estudio de la naturaleza y compuestos de este elemento. El galardón la ayudó a limpiar su buen nombre científico y contribuyó a que en la mayoría de países europeos se empezaran a crear institutos del radio, vista su utilidad en la curación del cáncer.
La propia Marie aceptó la dirección honoraria del que se inauguró en Varsovia en 1913 y en julio del siguiente año se ocupó tanto de la sección dedicada a la investigación médica, como de otra reservada a la física y la química del recién construido Instituto del Radio en París, consagrado al estudio de la radiactividad.
Irene, la heredera de su legado
Durante la Primera Guerra Mundial, demostrando que en su interior no albergaba ningún rencor, sirvió fielmente a Francia cediendo todo el uranio del que disponía. Gracias a donaciones privadas, creó las Petit Curie, unidades móviles para hacer radiografías en campaña con las que podían descubrirse balas y fragmentos de metralla en los heridos y que formaban a médicos para que pudieran hacerlo correctamente.
Para ello contó con una ayuda muy especial, su hija Irene, que estudió Física y Química durante la guerra y trabajó como asistente de radiografía de varios hospitales, además de ayudar a su madre en el laboratorio, de aprender de ella. Cuando Marie enfermó de leucemia, producida por la sobre exposición al uranio, Irene se ocupó de cuidarla hasta su fallecimiento, el 4 de julio de 1934. Fue enterrada junto a su marido en el cementerio de Sceaux, pocos kilómetros al sur de París, aunque en 1995, sus restos fueron trasladados, junto con los de Pierre, al Panteón de París.
Su legado lo continuó su hija Irene que, al igual que su madre, encontró el amor en el laboratorio. Junto a su marido, Frédéric Joliot, realizó las investigaciones que les llevaría, a ellos también, a ser premiados con un Nobel de Química en 1935, por sus trabajos en las reacciones en cadena y en los requisitos para la construcción de un reactor nuclear, que utilizara la fisión nuclear controlada para generar energía mediante el uso de uranio y agua pesada.
Es por todo ello que la humanidad tiene mucho que agradecerle a la familia Curie. No sólo por sus grandiosos descubrimientos, sino porque demostraron que el amor les hizo capaces de hacer grandes cosas juntos, sin anularse el uno al otro, complementándose, utilizando la pasión por la ciencia y por el trabajo constante para conseguir todos sus sueños. Le inculcaron además esta pasión a su hija Irene, que siguió sus pasos guiada por los valores que sus padres le habían enseñado. Valores como la generosidad que el propio Einstein, que conoció a Marie una vez terminada la guerra y mantuvo con ella una fructífera relación científica, reconoció afirmando: "Madame Curie es, de todos los personajes célebres, el único al que la gloria no ha corrompido".