En los siete kilómetros del escaparate más vanidoso de Nueva York convergen las boutiques más exclusivas, una densidad apabullante de museos y una fauna urbana insólita. Con el dólar a buen cambio y el precio de los viajes por los suelos, no hay excusa para dejar de hincarle el diente a la Gran Manzana.
Son siete kilómetros largos de asfalto y en ellos cabe, y se sale, la gloria y miseria de Occidente: las boutiques más indecentemente caras y también los todo a cien, una barbaridad de museos de primera, las grandes firmas de la moda, la joyería y la cosmética al lado de los quioscos de pretzel y perritos calientes, la quintaesencia del lujo a la americana en almacenes como Saks o las boutiques de la Trump Tower, descomunales librerías y tiendas de discos en las que hacerse con la última rareza, hoteles míticos como el Plaza y el Pierre, o los despachos de los peces gordos. Todo el que llega a algo suspira por unos metros a precio astronómico en Fifth Avenue, el eje trazado a tiralíneas que parte en dos la isla más famosa del mundo y hace de frontera entre el algo más asequible Oeste de Manhattan y su exclusiva zona Este.
Pero a lo largo de esta trepidante pista de estímulos el espectáculo queda también servido con la amalgama humana más insólita, que a golpe de semáforo se abre paso dibujando la más sincronizada de las coreografías urbanas: ejecutivos impecables de móvil y maletín, turistas derrengados, ricachonas de limusina, el archimillonario de Tejas de vacaciones en la Gran Manzana con su archihortera familia, los judíos ultraortodoxos de negro y tirabuzón rumbo a las joyerías cutres de la confluencia con la 47, afroamericanas carnosas de peinado imposible y uñas fosforito, y hasta extravagantes mendigos que son ya un clásico al que nadie pone pegas para sumarse a las frenéticas idas y venidas de los habituales de la Quinta. Porque la calle no es de nadie y es de todos.
|