Su nombre no hace alusión ni al color de las murallas que se arriman a su enormidad ni al de los edificios históricos de ladrillo que se levantan a sus lados. Ni siquiera tiene que ver con el color del comunismo, del que la plaza más famosa de Moscú fue bastión indiscutible durante décadas. El calificativo de roja, al parecer, deriva de una palabra que en ruso antiguo significaba bonita, aunque lo cierto es que cualquiera de las dos acepciones le cuadran a la perfección a esta plaza que con sus 695 metros de largo por 130 de ancho es una de las más grandes del mundo, pero, sobre todo, una de las más hermosas.
La plaza Roja fue proyectada en el siglo XV por Iván III, el que pasara a la Historia como fundador del Estado ruso. Su idea era despejar este espacio frente a las murallas del Kremlin con el fin de atajar los incendios que a menudo sufría la zona, cuajada entonces de pequeñas construcciones de madera. El Zar hizo que las demolieran, y a partir de entonces la plaza albergó un gran mercado, aunque también se convirtió en escenario de todo tipo de eventos importantes que acontecían en la ciudad, desde ejecuciones hasta coronaciones o desfiles como los que tenían lugar en la época soviética para conmemorar la Revolución de Octubre.
Igualmente, cada siglo fue dejándole como regalo alguno de los muchos tesoros con que hoy se arropa la plaza: el siglo XV, la muralla del Kremlin, con sus famosas torres de Spasskaya, Senatskaya y Nikolskaya; el XVI, la deliciosa catedral de San Basilio, cuyas cúpulas de colores se enroscan hacia el cielo con gracia infinita; los edificios del Museo Histórico y de los hoy almacenes GUM fueron legado del XIX, mientras que el siglo XX le dejó el mausoleo en el que Lenin reposa perfectamente embalsamado a la vista de los curiosos.
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