Alberto y Carolina de Mónaco no reservaron toda la memorable jornada de ayer al Bautizo Real de los príncipes Jacques y Gabriella como cabía esperar. Y, en tan señalada ocasión para la Familia Real monegasca y tan festiva para el propio Principado, tampoco descuidaron sus obligaciones reales. Nada más concluir la celebración con una ceremonia de condecoración en honor a los recién bautizados en el salón de los espejos del Palacio de los Grimaldi, con un cóctel para 300 invitados y con un posterior almuerzo para 200 con menú de Christian García en los jardines palaciegos, el príncipe Alberto, padre orgulloso y marido cómplice en toda la mañana, se separó de los suyos para cumplir junto a la princesa Carolina con el compromiso del día de su agenda oficial.
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Del Bautizo Real inmediatamente se fueron a la clausura de una exposición canina bajo la gran carpa de Fontvieille de Mónaco. Sin hacer una pausa ni para cambiarse. Con las mismas galas -la Princesa se quitó el pamelón y se puso las gafas de pasta negra, la moda más inteligente- que habían vestido para la ocasión, con las mismas sonrisas rutilantes de felicidad de horas antes. El príncipe Alberto volvía a contar con la inestimable asistencia de su hermana mayor en un acto oficial, especialmente necesaria ahora que la princesa Charlene está más centrada en el cuidado de sus mellizos e implicada en la organización de varios acontecimientos reales como el ya aludido bautizo y los grandes fastos que se avecinan por el décimo aniversario en el trono del soberano. Carolina, que en la mañana fue tía amantísima de sus sobrinos y la representante por antonomasia del glamour de siempre en Mónaco, en la tarde fue hermana devota y también la eficiente Princesa de siempre.
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