La presencia de miembros de Casas Reales europeas en los tribunales de justicia a lo largo de la historia es ciertamente escasa. Sin embargo en los casos en los que se vieron envueltos tuvieron un gran eco social y mediático. El ejemplo más claro es el del príncipe Eduardo de Inglaterra y el llamado escándalo del bacará.
Septiembre de 1890. El Príncipe de Gales, el futuro rey Eduardo VII (1841-1910), hijo de la reina Victoria, ha elegido la casa de campo de Tranby Croft, propiedad del multimillonario naviero Arthur Wilson, como residencia durante los días que se celebran las carreras de caballos en el cercano Doncaster. El clima, pese a encontrarnos en la postrimerías del verano, es amable, lo que invita a que los habitantes de Tranby Croft pasen largas veladas de asueto. Para evitar la galbana se organizan partidas de bacará, un juego de naipes muy popular en la Inglaterra victoriana. En el bacará participan dos parejas de jugadores y una banca. La regla para ganar es sencilla, los participantes tienen que alcanzar, pidiendo y cambiando cartas, la cifra de nueve.
Pese a la simplicidad del juego e incluso a su inocencia — las apuestas eran de escasa cuantía—, las partidas de bacará en Tranby Croft serían el germen de uno de los mayores escándalos ocurridos en la corte británica, que llevaría por primera vez desde 1411 a que un Heredero al trono inglés tuviera que declarar como testigo ante un juez.
Relato de los hechos
Si bien la figura del futuro monarca fue la que sufrió el mayor agravio con este asunto, el protagonista del mismo fue en realidad Sir William Gordon-Cumming (1848-1930) un íntimo amigo del Príncipe de Galés e importante militar, como demuestra su notable actuación en la Guerra anglo-zulú y en las campañas egipcias del ejército británico en la década de los ochenta del siglo XIX. Sin embargo, toda su reputación granjeada en lejanos campos de batalla se desvanecería en pocos instantes, en una improvisada mesa de juego en los estertores del verano de 1890. Ocurrió la primera noche de partidas. Los jugadores, todos ellos amigos del Heredero, disfrutan de la lúdica velada. Uno de ellos, A.S. Wilson, hace un aparte para decir a varios de sus compañeros de mesa que ha visto a Sir William haciendo trampas. Percatados regresan al tapete y tras varias manos, hasta cinco personas confirman la versión de Wilson. Estupefactos, recordemos que estamos en pleno periodo victoriano, donde el honor se medía incluso en los aspectos sociales más anecdóticos, nadie se atreve a comunicarle al Príncipe que su fiel amigo parece ser un fullero en toda regla. A la noche siguiente, los cinco testigos deciden escrutar los movimientos de Wilson a la mesa de juego con incluso mayor atención. De nuevo advierten sus tretas. Mezquinamente parece ajustar su apuesta con base en su mano, lo que le hace embolsarse con casi total seguridad el bote de la partida. Finalmente esa misma noche, y tras consultarlo con otro de los participantes del juego, el general Owen Williams, los testigos del supuesto engaño deciden trasladarle la noticia al Heredero.
El príncipe Eduardo reacciona con desconcierto ante la revelación sobre su amigo. Tanto es así que decide resolver el tema con total discreción. El Heredero se reúne personalmente con Sir William, al que le expone las sospechas de sus compañeros de mesa. Sir William niega la acusación y se muestra insultado y afrentado. El Príncipe de Galés, pese a la simpatía por su amigo, no teniendo todas consigo, le propone que firme un papel por el que, de forma solemne, se comprometa a no jugar nunca más a las cartas. A cambio, el Heredero le garantiza que el asunto nunca trascenderá a la incisiva sociedad victoriana, manteniendo así su honor intacto. Sir William finalmente acepta el trato, aunque al día siguiente, durante las carreras de caballos, se muestra ansioso, deprimido y aislado de sus amigos, que no le dirigen la palabra en toda la tarde.
Lo que ocurre en los días posteriores ha sido materia de debate entre los historiadores británicos. Pese al compromiso de todos los participantes en no hablar del incidente, la noticia acaba divulgándose. Algunas fuentes apuntan a que alguno de los compañeros de partida traicionó la promesa, otras a una de las amantes del Príncipe de Galés, Lady Brooke. Sea como fuere la noticia llegó a oídos de la sociedad británica que arremetió no sólo contra Gordon-Cumming, sino también contra el Heredero, que comenzó a ser retratado inmisericordemente en los mentideros de la corte como un pendenciero, un asiduo a timbas de la peor estofa y un amante de los excesos en general. El alboroto en Inglaterra fue tal que Sir William, su imagen de héroe de guerra completamente derruida y deformada en la de un vulgar tahúr, presentó una demanda por difamación en contra de sus compañeros de mesa en las infaustas veladas de bácara en Tranby Croft, después de haber sido apartado temporalmente de sus funciones en el ejército. Pese a que se hicieron maniobras para intentar paralizar la vía judicial que llevaría al Heredero a la corona a ser llamado como testigo de los hechos, el caso terminó llegando a los tribunales.
El juicio comenzó el 1 de junio de 1891 en Cortes Reales de Justicia de Londres. La crème de la crème de la capital del Támesis se agolpaba a las puertas de los juzgados, intentado garantizarse un asiento durante las vistas. Las damas de la sociedad aparecían engalanadas y portando prismáticos con los que ver el desarrollo del juicio y a la estrella del mismo, nada más y nada menos que el Príncipe de Gales, sentado en el banquillo de los testigos. La sesión arrancó con una sencilla pregunta del abogado defensor de Sir Williams: “¿Hizo trampas Sir William Gordon-Cumming?”. Tras hacer una defensa encendida de su cliente, llegó el turno de preguntas. Tras el interrogatorio a Gordon-Cumming, que negó en rotundo todos los extremos del caso, llegó el turno del príncipe Eduardo, que desmintió haber visto ningún tipo de engaño durante la partida. Tras veinte minutos de indagaciones, el Heredero, que en todo momento se mostró nervioso, incómodo y con un tono de voz apenas audible en la sala de justicia, pudo abandonar el estrado. Toda la prensa estuvo de acuerdo al día siguiente que la actuación del Príncipe durante el juicio había resultado negativa para su imagen como futuro Rey. Tras varios días de proceso, finalmente el jurado se pronunció a favor de los demandados y en contra de Sir William, quien, según la sentencia había quedado demostrado, había cometido irregularidades en las partidas de bacará de Tranby Croft.
Sir William, expulsado definitivamente del ejército y de los cuatro prestigiosos clubs londinenses a los que pertenecía, se retiró a su finca de Dawlish en el escocés Devon, para no volver jamás a frecuentar la sociedad de la capital. Tal y como un periodista describió en aquellos momentos Sir William había cometido “una ofensa mortal” a las reglas sociales de la época. Su único destino fue, pues, el ostracismo más absoluto. La repercusión para el Príncipe de Galés fue igualmente enorme. Su popularidad descendió hasta mínimos dramáticos, teniendo que aguantar incluso los abucheos del público en las carreras de Ascot de ese mismo verano. El Heredero siguió siendo aficionado a las partidas de cartas, pero desde el incidente del bacará, lo hizo de una manera más discreta, incluso secreta. No obstante, en público se mostraba contrario al juego. Así en una carta al Arzobispo de Canterbury se refería a las apuestas como “una de las mayores maldiciones” que un país puede sufrir. Según todos los historiadores el daño a la reputación del futuro Rey y a la institución monárquica derivado del caso del bacará fue gravísimo. No en vano la reina Victoria describió el asunto como una “horrible humillación” para su hijo y para su familia en general. El Príncipe de Gales llegó finalmente al trono inglés en 1901 como Eduardo VII, reinando durante nueve años. Durante todo su mandato fue considerado como un enfant terrible de la Familia Real inglesa, en gran parte debido a las ya históricas partidas de bacará.